La vio por primera vez cuando ella tenía apenas quince años y él, veintisiete. Vestía un uniforme escolar con medias blancas que trepaban como espuma por sus pantorrillas morenas, y ya entonces era un presagio. No sabía qué era lo que lo estremecía cuando pasaba frente a su casa, con el cabello amarrado en una trenza que bailaba como una culebra alegre. Era una niña, sí, pero en sus ojos oscuros había una promesa escrita en letras doradas, de esas que sólo se entienden con el alma y en sueños.
Durante veinte años, la vida lo arrastró por continentes, mujeres, guerras y libros. Pero en cada ciudad, en cada cuerpo que rozó con su deseo y su tedio, él buscaba - sin saberlo - la forma exacta de su cintura, el acento de su voz, la manera en que ella reía al salir del colegio con sus amigas. Nadie pudo ocupar ese lugar: el hueco de una semilla que había germinado en su memoria con la fuerza implacable de la fe.
Y un día, cuando ya no esperaba el milagro, la encontró.
Fue en una tarde amarilla y viscosa como la miel caliente. Ella estaba allí, en el mercado de la plaza, envuelta en una falda de lino blanco que temblaba como la piel de una fruta madura. Ya no era una niña. Era una mujer. Una aparición. El temblor final del universo. Llevaba el cabello suelto, y su cuerpo - ahora completo y generoso - despedía una fragancia tibia, a mango y a sol. Él la reconoció de inmediato, aunque ya no se pareciera en nada a la niña que alguna vez fue: la reconoció por el sobresalto que lo atravesó como una herida.
- Eres tú - le dijo-. La que llevaba medias blancas y sembró mi destino.
Ella lo miró con una sonrisa que no era de este mundo, y, sin hablar, lo tomó de la mano. Esa noche, él descubrió que lo divino no está en los cielos, sino entre los muslos de una mujer que ha esperado veinte años sin saberlo.
Se amaron con la devoción de quienes, por fin, entienden que la eternidad no está en el tiempo, sino en un instante. Su piel era una liturgia; su vientre, un altar donde él repetía oraciones que no había aprendido en ningún convento, sino en la fiebre. Ella se dejó amar como se deja llover la tierra seca. Y él, poseído por el fervor, supo que no había religión más verdadera que su cuerpo, ni dios más real que su gozo.
- Una multitud de ángeles tocan eternamente la curva de tu vientre, tu espalda derramada en la tarde, tu sexo - cáliz encendido - donde comulgo sin culpa - le gritó al filo de la cama.
Lo que sintió esa noche no fue deseo, sino salvación. La suya. Porque en ella se perdonaron todos sus pecados y se encendieron todos sus nombres. No hizo falta más que una mirada para saber que la había amado desde antes de nacer.
“La esencia de la Salvación no es nada más que una gota de agua en el océano. No hay fronteras ni recintos sagrados. Hay maravillosos paisajes: tus senos redondos, tu boca fresca. En ellos reposa mi fe, mi hambre y mi himno”, pensó esa madrugada mientras ella dormía.
Desde entonces, ya no duerme, sino que vela. La idolatra. Se santigua con su sudor. Y cada vez que ella lo toca, él vuelve a nacer. Porque ella —aunque no lo sepa— es la única verdad que ha existido desde el principio del mundo.
Sólo repitió en un susurro:
- Yo creo en ti como en la tierra prometida: tu cuerpo es templo, y yo, peregrino empapado de gloria.
Él cerró los ojos, la vio otra vez - como hace veinte años - caminando frente a su casa, con las medias blancas, la trenza viva, y los ojos que sabían secretos que aún no habían sido revelados. La niña y la mujer eran la misma, y él entendió que todo era un círculo: deseo, espera, hallazgo y regreso.
Desde entonces, ya no camina: levita. No habla: reza. Y si alguna vez muere, lo hará entre sus brazos, murmurando su nombre como quien regresa al origen.
Porque ella es su cielo, su infierno y su sueño. Y él, el viajero eterno que al fin encontró su casa en la curva de su ombligo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario