“Los pueblos, como los hombres,
tienen letargos enervantes; pero las noches no son eternas ni en las regiones
polares, y tras toda noche nace una aurora” Biofilo Panclasta
La ciudad yacía bajo el toque de
queda como un animal herido, respirando a tropezones en el eco de los pasos que
aún se atrevían a desafiar la quietud impuesta. Entre las sombras que se
alargaban como tentáculos sobre el asfalto, un hombre avanzaba, atrapado entre
la nostalgia y el miedo. A lo lejos, el fuego mordía los neumáticos y el humo
dibujaba formas de rabia en el cielo.
Los muchachos estaban ahí.
Siempre estaban. Ojos encendidos, rostros tiznados, puños en alto, cuerpos
frágiles y, sin embargo, invictos. Se movían como si fueran la encarnación
misma de la historia que nadie quería leer, la historia escrita con gases, con
piedras, con gritos. La historia que ardía en cada esquina donde la represión
golpeaba más fuerte.
Una bandera desgarrada danzaba
entre los escombros, desafiando la neblina de gas lacrimógeno. Sobre la ciudad
colgaban nubes pesadas, indiferentes, como si fueran dioses aburridos que
contemplaban el destino de los hombres sin parpadear. Él las miró con rabia.
¡Malditos dioses, malditas nubes, maldita la historia que siempre vuelve al
mismo punto, como una rueda que no se cansa de girar!
Durante el día habían organizado
la resistencia. Habían cargado botellas, improvisado escudos, aprendido a
respirar en medio del veneno. Y él, testigo involuntario, se preguntaba si la
revolución era un incendio que lo consumiría todo o una luz que anunciaba la
aurora.
En los ojos de un joven con el
rostro cubierto por un pañuelo, creyó ver algo parecido a la resignación. O tal
vez era cansancio. O quizás era esa certeza maldita de que algunas luchas no se
eligen, sino que nacen con uno, como un destino escrito en la piel.
El fuego seguía rugiendo y el
aire olía a caucho quemado y desesperanza. La historia, esa gran maquinaria
insaciable, lo arrastraba a su engranaje. Quiso creer que aún podía elegir, que
aún podía mantenerse al margen. Pero cuando la primera detonación rasgó la
noche, supo que ya era tarde.
No había lanzado una piedra. No
había gritado consignas. Y sin embargo, la bala lo encontró. Sintió el golpe
seco, el ardor en la carne, la fuerza invisible que lo empujó de rodillas.
La ciudad giraba a su alrededor,
una espiral de fuego y ceniza. Su sangre se mezcló con el polvo, con la tierra
que había visto nacer a tantos y que ahora lo reclamaba a él. Y entonces lo
entendió.
La muerte no distingue entre los
que pelean y los que miran. La muerte no pregunta, no elige, no tiene
preferidos. La historia tampoco.
Y mientras la noche tragaba los
últimos ecos del disparo, él exhaló un suspiro que pudo haber sido un grito, o
tal vez una pregunta sin respuesta. Porque en la historia, como en la guerra,
las treguas son un lujo que no todos pueden darse.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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