miércoles, 26 de febrero de 2025

INCURSIÓN



La tarde cayó con la pesadez de una bestia herida sobre el resguardo. Un silencio de lluvia contenida flotaba en el aire cuando las camionetas llegaron levantando polvareda. De ellas bajaron treinta hombres armados. Camuflado americano, armas largas de fabricación checa y lustrados botines de cuero. Se movían con la parsimonia de quienes ya sabían el final de la historia.



-¿Aquí está el Gobernador del resguardo? -preguntó un hombre de bigote afilado, sin levantar la voz.



Dos niños jugaban en el patio de tierra cuando la pregunta quebró la quietud de la tarde. El tiempo se detuvo. Hubo un instante en que los adultos parecieron buscarse con la mirada, un pacto mudo de desesperanza. Un anciano dio un paso adelante, pero antes de que pudiera hablar, la orden llegó seca, inapelable:



-¡Al patio!



Uno a uno, los hombres fueron saliendo de sus casas. En fila india, del más chico al más anciano, menos él. Parecían sombras dibujadas por el sol moribundo sobre la tierra caliente.



Desde un escondite entre los matorrales, el niño los vio desfilar, las cabezas gachas, el silencio colgado de los labios. Se mordía las manos con la rabia de no poder hacer nada. Pensó que si tuviera un arma no lo asesinarían. Pensó que si gritaba lo suficiente, algo podría cambiar. Pero no podía moverse, el miedo lo aferraba a la tierra como una garra invisible.



Los paramilitares los formaron en línea, catorce, quince, dieciséis. Escogidos por el destino, los hombres más sabios, los líderes, los que podían hablar con los espíritus del monte. No habían ofrecido resistencia, no había nada que resistir.



Los hombres no hablaban. Solo el crepitar de las hogueras y los ecos de risa del verdugo interrumpían la penumbra. Un disparo. Luego otro. Uno a uno fueron cayendo sobre la tierra tibia. El olor de carne tostada ennegrecía las sombras, mezclándose con la noche. El niño sintió un ardor en el pecho, con ganas de gritar y decirles a los hombres que corrieran, que se salvaran, pero ya era tarde. Pensó que así se debían sentir los muertos, atrapados entre la luz y la nada.



Murieron llorando y pataleando, y pidiendo clemencia. Sus almas subieron entre las volutas de humo que se mezclaban con la brisa nocturna. Cuando los asesinos se fueron, dejando solo el polvo y el eco de sus botas, el niño sintió que la noche lo abrazaba, lo tragaba entero.



Al día siguiente, cuando los primeros sobrevivientes salieron de sus escondites, lo encontraron allí, los ojos abiertos hacia el cielo, mudo como la muerte. Con uno que se salve, había dicho el más anciano antes de que la metralla le partiera el pecho. Y el niño sabía que el destino había puesto esa carga en su espalda. Porque alguien debía recordar. Porque alguien debía contar la historia.



Jorge Alberto Narváez Ceballos




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