Nunca se había desnudado así,
iluminada por la penumbra dorada del cuarto alquilado, descarada como si
siempre hubiera sabido que esa noche llegaría. Se miraron en silencio,
conscientes de los años de deseo escondido, de los encuentros fortuitos en
reuniones donde apenas se permitían una sonrisa tímida y confusa, de las
despedidas donde una mano rozó tímida la otra, como al descuido.
- Quédate donde estás, quiero
verte bien - susurró él, como si temiera que el movimiento rompiera el
hechizo.
Ella no respondió, solo inclinó
la cabeza con una lentitud felina, permitiendo que la tela resbalara por su
piel en un vaivén lento y excitante. Él avanzó apenas, despojándose de todo lo
que lo ataba a la cordura, y cuando finalmente la tuvo entre sus brazos,
comprendió que nunca había sentido tal placer y tanto placer.
No hubo palabras, solo un
murmullo contenido en la piel, un gemido ahogado en la garganta, una rendición
absoluta al deseo acumulado durante años. Más allá de aquella frontera de la
razón y los miedos, fueron libres por primera vez.
Luego todo terminó. Se quedaron
acostados, sin atreverse a hablar, escuchando los ecos lejanos de la ciudad que
seguía su curso sin ellos. Afuera, la vida continuaba en su eterna
indiferencia, mientras adentro la habitación retenía el olor de lo
prohibido.
Ella se incorporó primero,
buscando la ropa con la urgencia de quien despierta de un sueño que no debió
soñar. Él la vio vestirse sin prisa, memorizando cada gesto, cada pliegue de su
falda, cada hebra de su cabello en desorden.
Cuando estuvo lista, se inclinó y
le rozó la mejilla con un beso casi inexistente. La sombra de su aroma quedó
flotando en el aire cuando salió sin voltear atrás.
Él cerró los ojos. El sueño
venció el deseo. Mañana volverían a sus vidas, a sus papeles de siempre, a la
distancia prudente y a las sonrisas medidas. Pero en el fondo de sus miradas,
allí donde solo ellos sabían buscar, algo les recordaría que una vez, en una
noche sin miedo, fueron verdaderamente suyos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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