La memoria es un colador. Uno
quiere atraparlo todo, pero siempre algo se escurre. Intento recordar cada
segundo, pero el tiempo es un ladrón silencioso. Sé cuántos suspiros murieron
antes de tus besos, pero no puedo retener el olor de tu piel cuando la rocé con
mis dedos. Podría contarte los escalones que subimos hasta tu cuarto, pero el
color de las cortinas es un fantasma que se me escapa. Sin embargo, la luna -esa
sí- sigue brillando en tu ventana.
No sé el largo de tu bata de
baño, pero el perfume de tu piel mojada todavía me habita. Puedo tararear la
canción que sonaba en la calle mientras nos amábamos, pero no hay manera de
repetir la melodía de tu cuerpo en el mío. La música de la carne no admite
partituras.
Recuerdo al gato, su paseo
majestuoso en tu cuarto, y tus ojos, ardiendo con las primeras luces del sol.
Pero ese silencio - ese silencio que nos abrazó mientras nos mirábamos sin
decir nada - es un abismo imposible de nombrar.
Lo que sí sé, sin dudas ni
titubeos, es que estos recuerdos no me sueltan. Se quedan conmigo cuando cierro
los ojos. Me acechan en los lugares donde no deberías estar, en los rincones
donde ni siquiera alcanzo a recordar el roce de tus dedos. Son sombra y risa,
tatuadas en mí como las líneas de mi mano.
Y ahí están, como esas cinco
líneas en el techo de tu cuarto. Que siempre estuvieron ahí, invisibles hasta
aquella mañana en que, sin querer, las descubrimos después de amarnos otra vez,
cada segundo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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