Era la sombra de un sauce doliente,
su voz quebrada en la brisa nocturna,
como un viejo que sabe el final de su historia
y lava sus penas sobre el río.
Vi las colinas desgarradas,
el bosque vencido por el humo,
la herida abierta en la piel de la tierra,
la lluvia sucia de cenizas.
Pensé que el mundo era un canto extinto,
una campana hundida en el lodo,
pero en el silencio aún latía la savia,
aún el rocío buscaba la aurora.
Entonces, la raíz se alzó en mi pecho,
la memoria del roble y el maíz,
el grito dormido en las hojas secas
despertó en el verde del alba.
Y supe que el árbol regresa a su sombra,
que el agua recuerda su cauce,
que la tierra, madre y abismo,
se viste de vida tras cada duelo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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