El viento arrastra voces que ya
no tienen cuerpo.
Los árboles murmuran nombres que
nadie recuerda.
Camino con la sombra pegada a mi piel,
como un lobo que olvida el calor del fuego.
Sí, qué frío, hermano. Y el
viento metiéndose por las rendijas de la carne, ahí donde la piel ya no cubre
nada, porque después de tanto monte uno es puro nervio, puro latido acelerado,
puro ojo atento al brillo de un fusil en la distancia. Si el negro Guzmán
estuviera aquí, ya me hubiera sacado del trance con una carcajada de esas que
espantan hasta los fantasmas, pero él está dos kilómetros abajo, cuidando la
otra entrada. Así que me toca a mí esta guardia malparida, con el río sonando
allá abajo y los pasos de los que vendrán resonándome en el pecho.
En la cima, el cielo pesa sobre
mis párpados.
La luna, herida, me observa
como quien mira a un hombre
y ya no sabe si es un hombre o un
espectro.
Y yo tampoco sé qué carajo soy.
Hace cuánto no duermo, cuánto hace que no toco a alguien sin que el miedo me
sople en la nuca. Ayer mismo, al negro le llegó carta de su mamá, le puso una
estampita de la Virgen, pobrecita, no sabe que su hijo solo cree en el plomo y
en la montaña, que si cae no será con un padrenuestro sino con un grito que no
alcanzará a rebotar en los árboles.
Los días se han vuelto un rosario
de pasos,
de cartas que nunca envío,
de disparos que se pierden en la
niebla.
Y sin embargo, aún respiro.
Aún escribo.
Aún amo, como si la muerte no
supiera mi nombre.
Pero la muerte sí sabe mi nombre.
Lo tengo escrito en la cacha del fusil, junto al de mis compañeros caídos. La
muerte me roza la cara cuando el viento silba entre los guaduales, me susurra
cuando cierro los ojos, me promete descanso, me tienta con una tregua. Pero no,
hijueputa, no esta noche. Porque el monte me ha hecho suyo y yo a la vida
todavía le debo una última bala.
“Le debo una canción a una bala
A un proyectil que debió
esperarme en una selva
Le debo una canción desesperada
Desesperada por no poder llegar a
verla “S.R.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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