jueves, 27 de febrero de 2025

CAMINOS DE VIENTO Y SOMBRA


He visto la tarde irse despacio, 

con los pies de brisa sobre la hierba, 

y el cielo inclinarse, hondamente azul, 

para abrazar los montes de niebla. 

 

Las hojas dormitan sobre la tierra, 

en su callado murmullo de sombras, 

y el río, al cantar entre piedras y espuma, 

trae voces antiguas, lejanas memorias. 

 

Mi alma es un árbol que sueña en el viento, 

sus ramas respiran la luz y la ausencia, 

y un pájaro errante, de alas morenas, 

deja en mi pecho su pena secreta.  

 

Soy la estela de un sol que declina, 

la savia profunda de un sueño dorado, 

y en medio del aire que aroma la vida, 

se funden mi canto, la tierra y el alba. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



miércoles, 26 de febrero de 2025

INCURSIÓN



La tarde cayó con la pesadez de una bestia herida sobre el resguardo. Un silencio de lluvia contenida flotaba en el aire cuando las camionetas llegaron levantando polvareda. De ellas bajaron treinta hombres armados. Camuflado americano, armas largas de fabricación checa y lustrados botines de cuero. Se movían con la parsimonia de quienes ya sabían el final de la historia.



-¿Aquí está el Gobernador del resguardo? -preguntó un hombre de bigote afilado, sin levantar la voz.



Dos niños jugaban en el patio de tierra cuando la pregunta quebró la quietud de la tarde. El tiempo se detuvo. Hubo un instante en que los adultos parecieron buscarse con la mirada, un pacto mudo de desesperanza. Un anciano dio un paso adelante, pero antes de que pudiera hablar, la orden llegó seca, inapelable:



-¡Al patio!



Uno a uno, los hombres fueron saliendo de sus casas. En fila india, del más chico al más anciano, menos él. Parecían sombras dibujadas por el sol moribundo sobre la tierra caliente.



Desde un escondite entre los matorrales, el niño los vio desfilar, las cabezas gachas, el silencio colgado de los labios. Se mordía las manos con la rabia de no poder hacer nada. Pensó que si tuviera un arma no lo asesinarían. Pensó que si gritaba lo suficiente, algo podría cambiar. Pero no podía moverse, el miedo lo aferraba a la tierra como una garra invisible.



Los paramilitares los formaron en línea, catorce, quince, dieciséis. Escogidos por el destino, los hombres más sabios, los líderes, los que podían hablar con los espíritus del monte. No habían ofrecido resistencia, no había nada que resistir.



Los hombres no hablaban. Solo el crepitar de las hogueras y los ecos de risa del verdugo interrumpían la penumbra. Un disparo. Luego otro. Uno a uno fueron cayendo sobre la tierra tibia. El olor de carne tostada ennegrecía las sombras, mezclándose con la noche. El niño sintió un ardor en el pecho, con ganas de gritar y decirles a los hombres que corrieran, que se salvaran, pero ya era tarde. Pensó que así se debían sentir los muertos, atrapados entre la luz y la nada.



Murieron llorando y pataleando, y pidiendo clemencia. Sus almas subieron entre las volutas de humo que se mezclaban con la brisa nocturna. Cuando los asesinos se fueron, dejando solo el polvo y el eco de sus botas, el niño sintió que la noche lo abrazaba, lo tragaba entero.



Al día siguiente, cuando los primeros sobrevivientes salieron de sus escondites, lo encontraron allí, los ojos abiertos hacia el cielo, mudo como la muerte. Con uno que se salve, había dicho el más anciano antes de que la metralla le partiera el pecho. Y el niño sabía que el destino había puesto esa carga en su espalda. Porque alguien debía recordar. Porque alguien debía contar la historia.



Jorge Alberto Narváez Ceballos




lunes, 24 de febrero de 2025

EL PLATO DE SANCOCHO


Yo he sentado a mis hijos a la mesa del sancocho, 

a que escuchen el hervor lento de la olla, 

a que el humo les cuente historias de leña vieja 

y de manos que saben medir la sal sin balanza. 

 

Les he servido caldo espeso en platos de peltre esmaltado, 

con trozos de yuca que se deshacen en la boca, 

con plátano verde que atrapa el aroma del cilantro,

con papa amarilla y maíz tierno que espesan el caldo, 

con el pollo que se cuece hasta olvidarse del tiempo. 

 

Los he visto mojar el pan en la sopa, 

soplar la cucharada con la paciencia del hambre, 

cerrar los ojos cuando el ají les quema la lengua, 

y volver por más, porque el hogar también se bebe. 

 

Yo he sentado a mis hijos a la mesa del sancocho, 

para que nunca olviden,

que el amor es un plato caliente, 

que el fuego une tanto como la sangre, 

y que la infancia también tiene el sabor

del primer sorbo de caldo en la memoria.


Jorge Alberto Narváez Ceballos 

Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


jueves, 20 de febrero de 2025

ÁRBOLES CONTRA CEMENTO


 

Las raíces se abren paso bajo la losa de asfalto, 

empujan las baldosas como costillas vencidas. 

Los pies tropiezan, los autos se quejan, 

pero el árbol sigue sin pedir permiso. 

 

Las hojas son un idioma que nadie traduce. 

El viento lo intenta, el viento lo olvida. 

La sombra es gratuita y, aun así, la niegan: 

un tronco marcado con números rojos. 

 

Mañana vendrán con sierras y uniformes, 

con la urgencia de lo innecesario. 

Dirán que las ramas amenazan cables, 

que las raíces arruinan la línea recta. 

 

Pero en la grieta del concreto, 

una semilla aguanta la respiración. 

Y el árbol, 

aunque caiga, 

ya ha dejado su próxima respuesta. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 18 de febrero de 2025

HÁGASE TU VOLUNTAD

 

Que la tierra no se cierre, 

que el aire no nos niegue su respiro, 

que las piedras del camino 

sean más amables que los hombres. 

 

Señor, 

haz que esta orilla no se lleve 

más nombres sin regreso, 

que la espuma no grabe epitafios 

en los labios de los niños. 

 

Que la casa que dejamos 

no se haga ruina en nuestra espalda, 

ni la que buscamos 

nos cierre su ventana. 

 

Que la guerra no nos siga, 

que el hambre no nos nombre, 

que el miedo no nos haga 

del tamaño de la sombra. 

 

Y si hemos de llegar 

que sea a un suelo menos duro, 

a una mesa que no pese, 

a un pan que no duela 

en la boca. 

 

Y si hemos de partir, 

hacia lo eterno

que el cielo nos reconozca 

como suyos. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

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domingo, 16 de febrero de 2025

EL PAN NUESTRO

 

Danos el pan de cada día 

en la risa sin hambre de los niños, 

en el maíz que crece sin dueño, 

en la paz que no se firma con fusiles 

sino con brazos abiertos. 

 

Danos el pan de cada día 

en las voces que no callan, 

en la plaza donde el pueblo se encuentra, 

en el miedo que huye 

cuando la verdad se dice sin cadenas. 

 

Danos el pan de cada día 

en la lluvia que fecunda la tierra libre, 

en el abrazo que no traiciona, 

en las manos que construyen futuro 

sin látigos ni amos. 

 

Danos el pan de cada día, Señor, 

y que nadie se lo guarde en graneros de egoísmo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Atardecer sobre el Volcán Galeras. @fabiomartinezph



viernes, 14 de febrero de 2025

NOCHE EN LA MONTAÑA


 

El viento arrastra voces que ya no tienen cuerpo. 

Los árboles murmuran nombres que nadie recuerda. 

Camino con la sombra pegada a mi piel, como un lobo que olvida el calor del fuego. 

 

Sí, qué frío, hermano. Y el viento metiéndose por las rendijas de la carne, ahí donde la piel ya no cubre nada, porque después de tanto monte uno es puro nervio, puro latido acelerado, puro ojo atento al brillo de un fusil en la distancia. Si el negro Guzmán estuviera aquí, ya me hubiera sacado del trance con una carcajada de esas que espantan hasta los fantasmas, pero él está dos kilómetros abajo, cuidando la otra entrada. Así que me toca a mí esta guardia malparida, con el río sonando allá abajo y los pasos de los que vendrán resonándome en el pecho. 

 

En la cima, el cielo pesa sobre mis párpados. 

La luna, herida, me observa 

como quien mira a un hombre 

y ya no sabe si es un hombre o un espectro. 

 

Y yo tampoco sé qué carajo soy. Hace cuánto no duermo, cuánto hace que no toco a alguien sin que el miedo me sople en la nuca. Ayer mismo, al negro le llegó carta de su mamá, le puso una estampita de la Virgen, pobrecita, no sabe que su hijo solo cree en el plomo y en la montaña, que si cae no será con un padrenuestro sino con un grito que no alcanzará a rebotar en los árboles. 

 

Los días se han vuelto un rosario de pasos, 

de cartas que nunca envío, 

de disparos que se pierden en la niebla. 

Y sin embargo, aún respiro. 

Aún escribo. 

Aún amo, como si la muerte no supiera mi nombre. 

 

Pero la muerte sí sabe mi nombre. Lo tengo escrito en la cacha del fusil, junto al de mis compañeros caídos. La muerte me roza la cara cuando el viento silba entre los guaduales, me susurra cuando cierro los ojos, me promete descanso, me tienta con una tregua. Pero no, hijueputa, no esta noche. Porque el monte me ha hecho suyo y yo a la vida todavía le debo una última bala.

 

“Le debo una canción a una bala

A un proyectil que debió esperarme en una selva

Le debo una canción desesperada

Desesperada por no poder llegar a verla “S.R.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


martes, 11 de febrero de 2025

PROMESA


 

Era la sombra de un sauce doliente, 

su voz quebrada en la brisa nocturna, 

como un viejo que sabe el final de su historia 

y lava sus penas sobre el río. 

 

Vi las colinas desgarradas, 

el bosque vencido por el humo, 

la herida abierta en la piel de la tierra, 

la lluvia sucia de cenizas. 

 

Pensé que el mundo era un canto extinto, 

una campana hundida en el lodo, 

pero en el silencio aún latía la savia, 

aún el rocío buscaba la aurora. 

 

Entonces, la raíz se alzó en mi pecho, 

la memoria del roble y el maíz, 

el grito dormido en las hojas secas 

despertó en el verde del alba. 

 

Y supe que el árbol regresa a su sombra, 

que el agua recuerda su cauce, 

que la tierra, madre y abismo, 

se viste de vida tras cada duelo. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 10 de febrero de 2025

TOQUE DE QUEDA


 

“Los pueblos, como los hombres, tienen letargos enervantes; pero las noches no son eternas ni en las regiones polares, y tras toda noche nace una aurora” Biofilo Panclasta

 

La ciudad yacía bajo el toque de queda como un animal herido, respirando a tropezones en el eco de los pasos que aún se atrevían a desafiar la quietud impuesta. Entre las sombras que se alargaban como tentáculos sobre el asfalto, un hombre avanzaba, atrapado entre la nostalgia y el miedo. A lo lejos, el fuego mordía los neumáticos y el humo dibujaba formas de rabia en el cielo.

 

Los muchachos estaban ahí. Siempre estaban. Ojos encendidos, rostros tiznados, puños en alto, cuerpos frágiles y, sin embargo, invictos. Se movían como si fueran la encarnación misma de la historia que nadie quería leer, la historia escrita con gases, con piedras, con gritos. La historia que ardía en cada esquina donde la represión golpeaba más fuerte.

 

Una bandera desgarrada danzaba entre los escombros, desafiando la neblina de gas lacrimógeno. Sobre la ciudad colgaban nubes pesadas, indiferentes, como si fueran dioses aburridos que contemplaban el destino de los hombres sin parpadear. Él las miró con rabia. ¡Malditos dioses, malditas nubes, maldita la historia que siempre vuelve al mismo punto, como una rueda que no se cansa de girar!

 

Durante el día habían organizado la resistencia. Habían cargado botellas, improvisado escudos, aprendido a respirar en medio del veneno. Y él, testigo involuntario, se preguntaba si la revolución era un incendio que lo consumiría todo o una luz que anunciaba la aurora.

 

En los ojos de un joven con el rostro cubierto por un pañuelo, creyó ver algo parecido a la resignación. O tal vez era cansancio. O quizás era esa certeza maldita de que algunas luchas no se eligen, sino que nacen con uno, como un destino escrito en la piel.

 

El fuego seguía rugiendo y el aire olía a caucho quemado y desesperanza. La historia, esa gran maquinaria insaciable, lo arrastraba a su engranaje. Quiso creer que aún podía elegir, que aún podía mantenerse al margen. Pero cuando la primera detonación rasgó la noche, supo que ya era tarde.

 

No había lanzado una piedra. No había gritado consignas. Y sin embargo, la bala lo encontró. Sintió el golpe seco, el ardor en la carne, la fuerza invisible que lo empujó de rodillas.

 

La ciudad giraba a su alrededor, una espiral de fuego y ceniza. Su sangre se mezcló con el polvo, con la tierra que había visto nacer a tantos y que ahora lo reclamaba a él. Y entonces lo entendió.

 

La muerte no distingue entre los que pelean y los que miran. La muerte no pregunta, no elige, no tiene preferidos. La historia tampoco.

 

Y mientras la noche tragaba los últimos ecos del disparo, él exhaló un suspiro que pudo haber sido un grito, o tal vez una pregunta sin respuesta. Porque en la historia, como en la guerra, las treguas son un lujo que no todos pueden darse.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



viernes, 7 de febrero de 2025

EL SANCOCHO NACIONAL PARA ALIMENTAR LA VIDA


- Oigan, pelados, ¿ustedes saben cocinar un sancocho? No, en serio, ¿alguna vez han echado al caldero yuca, plátano, papa, carne y todo lo que tengan a la mano? Bueno, resulta que hubo un man, un tal Jaime Bateman Cayón, que dijo que Colombia tenía que ser un sancocho. No una sopa aguada, no una sopa de sobre, no un caldo insípido de esos que dan en los comedores comunitarios. No. Un sancocho de los buenos, bien cargado, con su cilantro y su cebolla bien sofrita. Uno donde todo el mundo pudiera echar su ingrediente sin que nadie le dijera que no tenía derecho a meter la cuchara.



- Porque, a ver, parceros, en este país cada quien anda cocinando su propio guiso. Los políticos por un lado con su caldo rancio de corrupción, los empresarios con su consomé de billete, los campesinos con su aguapanela tibia, los paracos esperando a ver quien les tira unas sobras y los guerrilleros con su olla de piedras porque les toca revisar su rollo de recetas ya caducas. Cada quien, en su esquina, como si fuéramos mesitas separadas en un restaurante y no gente compartiendo la misma olla. Y Bateman dijo: “No, esto no puede seguir así, hay que revolver el sancocho”.



- Imagínense esa olla hirviendo. Ahí estaban los obreros echando papa, los estudiantes metiendo su cucharón con ideas, los indígenas con su maíz, los militares con su carne, porque siempre ponen la carne. Y así, entre todos, se cocinaba algo distinto, algo que nadie sabía bien cómo iba a quedar, pero que, al menos, tenía de todo. Y ahí estaba la clave, parceros: todos juntos, en una sola olla, pero sin que nadie se pasara de vivo y se sirviera todo el caldo mientras los demás rascaban el fondo.



- ¿Y qué pasó? Pues que ese sancocho no se cocinó en dos minutos. Hubo peleas, hubo cucharas peleándose con los cuchillos, hubo fuego alto, fuego bajo, y hasta cucharazos en la cabeza. Pero al final, la Constitución del 91 salió de ahí, como el primer plato de un almuerzo decente. No fue la comida completa, porque todavía falta el postre, pero al menos dejó de ser un caldito insípido y se convirtió en algo con sabor, con picante, con posibilidad de alimentar a todos.



- Así que, pelados, la próxima vez que les hablen de política y crean que es una cosa lejana, piensen en el sancocho. Piensen en lo que falta, en lo que sobra, en lo que se quema si nadie le mete mano. Y pregúntense: ¿ustedes están cocinando o solo esperando a que les sirvan?



Jorge Narváez Ceballos
Jaime Bateman Cayón
Comandante del M-19


jueves, 6 de febrero de 2025

MÁS ALLÁ DE AQUELLA FRONTERA


 

Nunca se había desnudado así, iluminada por la penumbra dorada del cuarto alquilado, descarada como si siempre hubiera sabido que esa noche llegaría. Se miraron en silencio, conscientes de los años de deseo escondido, de los encuentros fortuitos en reuniones donde apenas se permitían una sonrisa tímida y confusa, de las despedidas donde una mano rozó tímida la otra, como al descuido. 

 

- Quédate donde estás, quiero verte bien - susurró él, como si temiera que el movimiento rompiera el hechizo. 

 

Ella no respondió, solo inclinó la cabeza con una lentitud felina, permitiendo que la tela resbalara por su piel en un vaivén lento y excitante. Él avanzó apenas, despojándose de todo lo que lo ataba a la cordura, y cuando finalmente la tuvo entre sus brazos, comprendió que nunca había sentido tal placer y tanto placer. 

 

No hubo palabras, solo un murmullo contenido en la piel, un gemido ahogado en la garganta, una rendición absoluta al deseo acumulado durante años. Más allá de aquella frontera de la razón y los miedos, fueron libres por primera vez. 

 

Luego todo terminó. Se quedaron acostados, sin atreverse a hablar, escuchando los ecos lejanos de la ciudad que seguía su curso sin ellos. Afuera, la vida continuaba en su eterna indiferencia, mientras adentro la habitación retenía el olor de lo prohibido. 

 

Ella se incorporó primero, buscando la ropa con la urgencia de quien despierta de un sueño que no debió soñar. Él la vio vestirse sin prisa, memorizando cada gesto, cada pliegue de su falda, cada hebra de su cabello en desorden. 

 

Cuando estuvo lista, se inclinó y le rozó la mejilla con un beso casi inexistente. La sombra de su aroma quedó flotando en el aire cuando salió sin voltear atrás. 

 

Él cerró los ojos. El sueño venció el deseo. Mañana volverían a sus vidas, a sus papeles de siempre, a la distancia prudente y a las sonrisas medidas. Pero en el fondo de sus miradas, allí donde solo ellos sabían buscar, algo les recordaría que una vez, en una noche sin miedo, fueron verdaderamente suyos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



VERDE EN TUS ENTRAÑAS

 

Déjame que esparza 

vida en tus entrañas, 

como el río esparce 

su aliento de luna 

sobre el musgo callado. 

 

Néctares jugosos 

se abrazan al alba, 

gotean de los árboles 

como besos dorados, 

como risas del viento 

en la pulpa de frutas dulces. 

 

Savia presurosa 

se alza en los troncos, 

latiendo en el verde 

como un pulso secreto 

de la selva infinita, 

de la tierra encendida 

en su fuego de hojas. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Fotografía de @fabiomartinezph

miércoles, 5 de febrero de 2025

CADA SEGUNDO

 

La memoria es un colador. Uno quiere atraparlo todo, pero siempre algo se escurre. Intento recordar cada segundo, pero el tiempo es un ladrón silencioso. Sé cuántos suspiros murieron antes de tus besos, pero no puedo retener el olor de tu piel cuando la rocé con mis dedos. Podría contarte los escalones que subimos hasta tu cuarto, pero el color de las cortinas es un fantasma que se me escapa. Sin embargo, la luna -esa sí- sigue brillando en tu ventana. 

 

No sé el largo de tu bata de baño, pero el perfume de tu piel mojada todavía me habita. Puedo tararear la canción que sonaba en la calle mientras nos amábamos, pero no hay manera de repetir la melodía de tu cuerpo en el mío. La música de la carne no admite partituras. 

 

Recuerdo al gato, su paseo majestuoso en tu cuarto, y tus ojos, ardiendo con las primeras luces del sol. Pero ese silencio - ese silencio que nos abrazó mientras nos mirábamos sin decir nada - es un abismo imposible de nombrar. 

 

Lo que sí sé, sin dudas ni titubeos, es que estos recuerdos no me sueltan. Se quedan conmigo cuando cierro los ojos. Me acechan en los lugares donde no deberías estar, en los rincones donde ni siquiera alcanzo a recordar el roce de tus dedos. Son sombra y risa, tatuadas en mí como las líneas de mi mano. 

 

Y ahí están, como esas cinco líneas en el techo de tu cuarto. Que siempre estuvieron ahí, invisibles hasta aquella mañana en que, sin querer, las descubrimos después de amarnos otra vez, cada segundo.  

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 4 de febrero de 2025

PRELUDIOS DE ABRIL


No fue de golpe. 

El aire apenas trajo 

un murmullo leve, 

un roce de hojas nuevas 

en la lengua dormida de los árboles. 

 

Las raíces no pidieron permiso, 

solo empujaron la tierra, 

húmedas, tercas, 

como palabras creadoras 

resurgiendo en bocas jóvenes. 

 

La lluvia vino sin prisa, 

mojando los nombres olvidados, 

lavando el polvo 

de un tiempo que se creía inmóvil. 

 

Abril abrió los ojos 

y nadie lo notó al principio. 

Solo un puñado de pájaros 

cambiaron su ruta, 

como si supieran 

que algo, en algún sitio, 

se estaba despertando. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Quinde
Fotografía Fabio Martínez 


lunes, 3 de febrero de 2025

PLEGARIA


Llamo la tierra, su piel oscura y fértil,  

su latido escondido bajo la hierba,  

su aliento tibio en las raíces del alba.  


Clamo el viento, su canto errante,  

su danza entre los brazos del sauce,  

su roce de pájaro en los trigales dorados.  


Invoco el agua, la que nace del pecho de la montaña,  

que murmura en los ríos y pule las piedras,  

que desciende callada, tejiendo caminos de luz.  


Pido la luz, la que besa los musgos dormidos,  

la que incendia el rostro del volcán  

y enciende en su cima la voz del relámpago.  


Reclamo la risa de los niños aún no nacidos,  

el eco de su júbilo en la brisa temprana,  

la sombra ligera de su paso en la aurora.  


Llamo la memoria de los ancianos,  

el rastro de su voz en las hojas caídas,  

su andar pausado en la lluvia que regresa.  


Y pido la vida, la nombro en susurros y en gritos,  

para que su recuerdo no se pierda en la niebla,  

para que siga latiendo en el rumor del bosque,  

para que su espíritu vuele en el verde del tiempo.  


Jorge Alberto Narváez Ceballos

Plaza de Ruminpamba
Fotografía Darwin Córdoba


sábado, 1 de febrero de 2025

ENTRE LOS ARBUSTOS Y LOS ÁRBOLES


 

Entre los arbustos y los árboles 

el viento entona su canto verde, 

un río de hojas se mece callado 

como un murmullo de infancia lejana. 

 

Brilla la bruma en la piel del musgo, 

sueñan las sombras en su letargo, 

y en el susurro del bosque antiguo 

se esconde el tiempo, dormido y manso. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos