martes, 17 de junio de 2025

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI: PENSAR DESDE EL PUEBLO PARA TRANSFORMAR EL MUNDO

 

José Carlos Mariátegui fue uno de los pensadores más originales y revolucionarios de América Latina. Desde el Perú, en las primeras décadas del siglo XX, este periodista, ensayista y socialista se atrevió a mirar la realidad con los ojos del pueblo y no con los lentes importados de Europa. Mariátegui no solo criticó las injusticias que vivían los trabajadores y los indígenas, sino que propuso caminos para construir una sociedad más justa, partiendo de la historia, la cultura y las luchas propias de América Latina. Hoy, casi cien años después, sus ideas siguen vivas y son una herramienta fundamental para entender y transformar el mundo en que vivimos.

 

I. La democracia no es para unos pocos

 

Para José Carlos Mariátegui, la democracia que nos vendieron en América Latina era puro cuento. Una máscara bonita que esconde la realidad: que los mismos de siempre sigan mandando.

Para Mariátegui, la democracia no era firmar papeles ni votar cada cuatro años. La verdadera democracia es la que nace del pueblo que se organiza, que se levanta y que se atreve a cambiar las cosas. No es un regalo que baja desde arriba. Es un derecho que se conquista luchando, codo a codo, en la calle, en la plaza, en el sindicato, en la tierra.

 

En su libro “Siete ensayos sobre la realidad peruana”, Mariátegui le sacó la careta a ese sistema que heredamos de los tiempos de la colonia. Decía que esa democracia era una mentira en un país donde los indígenas, los pobres, los campesinos, vivían como si no existieran. Por eso, Mariátegui no quería una democracia pintada de palabras, sino una democracia verdadera: donde el pueblo sea el dueño, donde la tierra sea de quien la trabaja, donde los que siempre estuvieron abajo puedan levantarse.

 

II. La democracia verdadera nace desde abajo

 

Mariátegui decía que la democracia verdadera no es agrandar las jaulas donde nos tienen encerrados. Es romperlas. Es construir otras formas de mandar y obedecer, donde el patrón ya no decida por todos. Es cambiar el juego, no solo las reglas.

 

La democracia radical es esa donde la gente del barrio, del campo, de la fábrica, del sindicato, del movimiento indígena o feminista, se junta, se organiza y toma las riendas. No es esperar que los de arriba hagan algo. Es hacer. Es hablar y decidir entre todos, sin jefes, sin amos. Es la política nacida en la calle y no en los palacios.

 

En esa democracia radical, la gente no es espectadora. Es protagonista. No aplaude desde la grada. Salta a la cancha.

 

III. Organizarse para no seguir obedeciendo

 

Mariátegui sabía que sin organización no hay pelea que valga. Las organizaciones de base —las que nacen en el barrio, en la vereda, en la parcela— son la raíz de la democracia verdadera. Es ahí donde el pueblo aprende a hablar, a reclamar, a no tener miedo.

 

Las organizaciones populares no son oficinas. Son los comités de vecinos, los grupos de mujeres, los sindicatos, los colectivos de jóvenes, las asambleas campesinas. Son esas reuniones donde la gente común decide qué hacer con su vida, con su trabajo, con su tierra. Ahí nadie manda desde arriba. Ahí todos deciden juntos.

 

Mariátegui no copiaba recetas de Europa. Él decía que la revolución debía tener sabor a nuestra tierra, color de nuestros pueblos, olor a campo mojado. Decía que había que construir un socialismo nuestro, con nuestras manos, con nuestras historias, con nuestras luchas.

 

IV. La lucha, la única forma de conquistar la democracia

 

La democracia de verdad no cae del cielo. Se arranca luchando. Mariátegui creía en la lucha directa: en las huelgas, en las tomas, en las marchas, en las manos que siembran y también en las que levantan la voz.

 

En la lucha, el pueblo no solo pelea: también aprende. Aprende que las injusticias no son naturales. Aprende a organizarse. Aprende a soñar con otra vida.

 

Para Mariátegui, la lucha no era solo pelear por pelear. Era el camino para cambiar las cosas de raíz. Para cambiar quién manda y quién obedece. Para que la tierra no tenga dueño, para que el trabajo no sea esclavitud.

 

El movimiento obrero, los sindicatos, los campesinos, los indígenas, las mujeres, los jóvenes: todos son parte de esta pelea. Porque Mariátegui no hablaba de una revolución de unos pocos. Hablaba de una revolución de todos.

 

V. Mariátegui sigue vivo

 

Hoy, casi cien años después, las palabras de Mariátegui siguen caminando por América Latina.

 

En un mundo donde las democracias son cada vez más un show para que los poderosos sigan mandando, la democracia radical es más necesaria que nunca. Hoy seguimos viendo cómo las grandes empresas mandan más que los presidentes. Cómo la policía golpea a quien protesta. Cómo los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

 

Los movimientos sociales de hoy —las mujeres que luchan, los pueblos que defienden la tierra, los jóvenes que gritan en las calles, los indígenas que protegen la selva— están, sin saberlo, caminando junto a Mariátegui.

 

Los gobiernos populares que intentaron cambiar las cosas nos enseñaron que sin organización desde abajo, todo lo que se gana se puede perder de un día para otro.

 

Mariátegui nos dejó claro: la democracia verdadera no se espera. Se construye, se pelea, se arranca, se defiende.

No es cosa de los de arriba - sin importar si son los patrones o los dirigentes -. Es cosa de todos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

LA ORGANIZACIÓN Y LA MEMORIA


En los rincones donde la historia no llega, donde las noticias no pisan y donde el viento solo arrastra polvo y olvido, el pueblo duerme. Duerme con los ojos abiertos, sueña mientras trabaja, mientras viaja en buses atestados, mientras espera que la vida le alcance para algo más que sobrevivir.

 

Y cuando el pueblo duerme, otros sueñan por él. Sueñan banqueros, generales, presidentes bien peinados y abogansters de cuello rígido. Ellos sueñan un mundo ordenado para sus bolsillos y escriben las reglas en idiomas que el pueblo no entiende, pero obedece.

 

I. Los desorganizados no existen

 

Antonio Gramsci, un hombre que escribió en la sombra de una celda, lo sabía. Lo gritó con su pluma temblorosa:

“Los desorganizados no existen.”

Son masa sin forma, humo que el viento dispersa, voces que se apagan en la garganta.

El pueblo necesita encontrarse, saberse, sentirse. Porque el pueblo desorganizado es un archipiélago de soledades: cada isla, una derrota.

 

Los poderosos lo saben. Por eso prefieren al pueblo dormido, disperso, distraído en los espejismos de la televisión y los atajos del olvido.

Pero cuando el pueblo se organiza, se despierta. Y cuando se despierta, camina. Y cuando camina, puede cambiarlo todo.

 

II. La consulta es la voz que no se alquila

 

En las cumbres donde los trajes deciden por millones, algunos tiemblan cuando escuchan esta palabra: consulta.

Porque la consulta es la herejía de preguntar.

Es poner la voz en manos del que barre las calles, del que siembra papas, del que carga ladrillos, del que nunca fue consultado para nada.

 

La consulta es la grieta que rompe el muro de los elegidos.

Es la mesa donde se sientan los que siempre comieron las sobras.

Es el derecho a decir: Aquí estamos, existimos, y esto es lo que queremos.

 

No es solo un papel ni una urna. Es una escuela, un espejo, un tambor que llama a la fiesta de los que nunca fueron invitados.

Por eso le temen. Por eso la sabotean. Por eso la llaman peligrosa. Porque en ella el pueblo se mira y se reconoce.

 

III. Petro: el hereje de los palacios

 

Gustavo Petro, con todos sus errores y sus cicatrices, camina por el borde del mapa.

No es un santo ni un héroe sin manchas. Es un hombre terco, de esos que prefieren la tormenta al aplauso fácil.

 

Está en el lado incómodo de la historia:

Del lado de los que no caben en las fotos oficiales.

Del lado de los que no tienen club ni accionistas ni escoltas de cristal.

Del lado de los que se mojan bajo la lluvia mientras otros miran desde los balcones.

 

Los que siempre gobernaron escribieron la historia con tinta de miedo.

Pero Petro, con sus manos llenas de preguntas, intenta reescribirla con la letra temblorosa del pueblo.

 

Los poderosos lo llaman peligro.

El pueblo, a veces, lo llama esperanza.

 

IV. El fuego no se apaga

 

Organizar al pueblo es encender la mecha.

La consulta es la chispa que puede volverse incendio.

Y Petro, por ahora, es uno de los que sopla las brasas.

 

Nadie sabe cuánto durará la llama ni cuántas tormentas vendrán.

Pero los fuegos pequeños, cuando se encuentran, pueden alumbrar la noche más larga.

 

Gramsci lo susurra desde la cárcel del tiempo:

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claro oscuro, nacen los monstruos.” Monstruos como los que realizan marchas de zombis para corear amenazas de muerte y lamentos para regresar al régimen del odio.

 

Pero también, a veces, nacen los fuegos.

Y si el pueblo se organiza para arder, quizás ardan rápido y en todas partes, para que esta vez los monstruos no ganen de nuevo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



miércoles, 11 de junio de 2025

"RENUNCIAR A TODO, MENOS A LA VICTORIA"

 "Renunciar a todo, menos a la victoria." Buenaventura Durruty

 

Sobreviví a la guerra, a los sótanos húmedos de la persecución oficial, a las torpezas de nuestra propia causa, a los falsos profetas que con la voz llena de promesas nos llevaban de la mano hasta el abismo político después de jugarnos la vida por la paz. Sobreviví, sin saber bien por qué, ni para qué.

Había noches en que el silencio tenía el tamaño de una bala y las palabras olían a traición. Aprendí que los calendarios revolucionarios no siempre tienen domingos y que a veces la victoria es apenas sobrevivir al día siguiente. Pero esta noche, después de tantas marchas, de tantas huidas, de tantos nombres prohibidos y tantas banderas clandestinas, entendí por fin para qué había sobrevivido: para escuchar al Compañero Presidente contar la historia de Colombia como nadie se había atrevido a contarla.

No fue una alocución, fue un conjuro. No habló desde un podio, habló desde el tiempo. Nos nombró a todos: a Gaitán y a Gabriel Turbay, que soñaron una revolución de chaleco y corbata; al M-19, con sus errores y sus gestas, con sus poetas y sus fusiles; a la Chiqui, cuyo nombre pequeño cargó el peso de una patria imposible. Nos contó, como quien recuerda un amor perdido, que en este país las ideas no mueren, sólo se mudan de cuerpo.

Y ahora, cuando la patria se dibuja entre panes compartidos y banderas limpias, entre la libertad que sabe a café caliente y el desafío ineludible de elegir entre la vida y el odio, entre la esperanza y la corrupción, entendí que sobrevivir era esto: llegar hasta aquí, escuchar esa voz, y saber que el boleto de mi vida estaba pagado.

Porque a veces el precio de seguir respirando no es la cobardía ni el olvido: es la terquedad de seguir creyendo.

Así de sencillo. Así de complejo.

Además, les cuento que también soy libertario de los de Durruty…

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



viernes, 6 de junio de 2025

PALPITACIONES


(una mañana lluviosa que te nombra)

 

Llueve, como si el cielo tuviera también ganas locas de besarte. Y yo aquí, con el corazón en la mano, goteando tu nombre entre los dedos.

 

La nostalgia me sabe a café frío, a canción sin final, a piel que se recuerda sola en el hueco de tus ausencias. No es tristeza – no –, es otra cosa: es la ternura que se ha quedado sin abrigo, esperando en la puerta de tu boca.

 

Me dueles con esperanza. Me faltas con el afán de volver a tomarte de la mano. Eres esa lluvia que moja sin tocarme. Y aun así, te amo sin pausa. Te amo con esa perseverancia de las raíces que buscan agua bajo un suelo dormido.

 

No tengo certezas. Tengo esta urgencia húmeda que me late en la garganta cuando imagino tu beso posándose como lluvia mansa en la rendida geografía de mi boca.

 

Palpitaciones.

Eso soy hoy.

Un tambor de pecho,

un himno secreto,

un poema empapado

que sólo se seca

si tú lo lees

con los labios.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Galeras Pop


 

jueves, 5 de junio de 2025

ELEGÍA


(al rayar el alba, para ella, el amor de mis amores)

 

No tengo grandes gestos. Solo esta voz que tiembla cuando te nombra. No tengo escudos, solo palabras desnudas que buscan tu sombra en mi pecho.

 

Rayaba el alba, y yo, apenas envuelto en el calor de tu recuerdo, te pensé con la delicadeza de quien acaricia un cristal que canta. Te amo con la torpeza de las cosas frágiles, esas que se quiebran si se aprietan, pero también si se sueltan.

 

No vengo a pedirte nada. Solo vengo a quedarme en el borde de tu día, como esa luz temblorosa que entra por la ventana y no sabe si ya es mañana o aún es sueño.

 

Mi piel aún guarda la esperanza de tus labios no dados. Mi boca aún aprende a nombrarte sin herirte.

 

Esta es mi elegía: no canto lo que he perdido, canto lo que nunca he tenido y aun así me ha salvado.

 

Tú.

Tan tú,

tan lejana y tan mía,

como la brisa primera

que no se ve

pero nos eriza.

 

Déjame ser eso:

la fragilidad que no huye.

El hombre que ama

sin más fuerza que su ternura.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Volcán Galeras visto desde Berruecos
fotografía de Fabio Martínez
https://www.facebook.com/photo/?fbid=589245967933320&set=a.282500659939297 


martes, 3 de junio de 2025

TARDE-NOCHE



Te amo.

Como aman las tardes al crepúsculo en los pueblos donde el sol no se pone, sino que se desmaya lentamente en los brazos de la tierra.

Te amo con esa tibieza dudosa con la que se ama lo que arde sin mostrar la llama: sin saber si es la luz o la sombra la que quema por dentro, como queman los recuerdos que nunca ocurrieron, pero aún así duelen.



Ven.

No traigas maletas, ni mapas, ni promesas. Aquí no tengo certezas, pero sí esta ternura descalza que aprendió a caminar sobre brasas con tu nombre en la boca.

Una ternura que tiembla cuando tú, sin saberlo, dices mi nombre como lo dicen los fundadores de mundos, como si fueras la primera persona en nombrarme y el universo acabara de comenzar.



Soy tarde-noche.

No prometo sol, ni cielos despejados, ni mañanas limpias.

Pero si vienes, encontrarás el calor que queda en las paredes cuando el amor ha pasado por ellas, ese calor lento, callado, como el que guardan los muros de las casas que han visto abrazos que nadie se atrevió a contar.



Porque no soy un día radiante:

soy esa hora exacta en que el mundo duda entre seguir viviendo o quedarse dormido para siempre.

Y aun así, aquí estoy, ardiendo en silencio, esperándote.



No sé si eres recuerdo o deseo,

si llegaste o si te soñé.

Solo sé que hay un calor suave

cuando pienso en ti,

como si algo en mí

recordara tu piel

sin haberla tocado nunca.



Jorge Alberto Narváez Ceballos
Fotografía de Fabio Martínez 


 

 

lunes, 2 de junio de 2025

PAÍS POSIBLE




A veces pienso que, si el mundo fuera más justo, yo nacería cada mañana justo en el hueco de tu ombligo, ese rincón tibio donde el miedo no alcanza y todo late con un ritmo más humano.



Me quedaría ahí, silencioso, como se queda el sol detrás de una cortina esperando verte pasar en bata, oler tu café, ver cómo tu boca lo prueba, como si la vida cupiera en ese primer sorbo. Tus gestos simples - recogerte el cabello, buscar una taza, rascarte un poco la nuca - son pequeños milagros cotidianos, como si el amor no necesitara más que una mañana sin prisa y tus pasos descalzos sobre el suelo frío.



Yo te amo como se ama lo que no se quiere perder: no con urgencia, sino con la paciencia suave de quien ha encontrado, al fin, un sitio donde descansar el alma. Y si alguna vez olvidas dónde está tu norte, mira mis manos: te buscan sin mapa, te aprenden sin prisa, te escriben sin tinta.



Porque contigo, amor, he descubierto que hay cuerpos que son países y caricias que fundan ciudades. Y yo, sin pasaporte, crucé tu espalda y decidí quedarme.



Te amo,

con la quietud

de quien ha comprendido

que fundar un sueño

también puede ser

acariciar con el viento.



Jorge Alberto Narváez Ceballos

Tapiz de retazos


EL HIJO DE LOS OJOS RAZGADOS

 

En los años en que la patria fue capturada por el afán de muerte, cuando los muertos no tenían nombre y los asesinos cargaban el suyo sin vergüenza, el agente de la inteligencia militar Alan trabajaba bajo la superficie de la nación. Literalmente. Vivía entre los muros mohosos de un sótano donde los expedientes dormían amontonados como ataúdes sin cruz.

 

Durante treinta años fue un hombre sin rostro, una sombra obediente que firmaba papeles sin leerlos, sellaba órdenes sin comprenderlas, y acataba mandatos que venían del “olimpo”, donde moraban los generales. Era tan gris como el uniforme que colgaba siempre de una silla coja, y tan callado como los muertos que ayudaba a enterrar entre palabras.

 

Nadie supo nunca cuándo se volvió invisible. Ni él mismo supo cuándo dejó de mirar a su hijo.

 

Lo había dejado al cuidado de su madre, mujer valiente y vencida, que vendía lotería y aseaba casas ajenas mientras el país se caía en pedazos como una ruina mal disimulada. El muchacho creció entre ausencias, se curtió en los semáforos y se hizo hombre antes de ser joven, con esa tristeza prematura que sólo traen los que conocen la pobreza desde la cuna.

 

Una tarde sin fecha, mientras hojeaba con desgano los informes de rutina, Alan lo encontró. En una fotografía de periódico, manchada de sangre tinta y sospechas húmedas, se notaba a todas luces que había estado clavada con tachuela oxidada al tablero de operaciones. Lo reconoció por la mirada: unos ojos rasgados que parecían heredados de un jaguar - así era como apodaban a su abuelo indígena -. El pie de foto decía “abatido en combate”. El expediente lo llamaba “subversivo sin antecedentes”. La orden lo nombraba “objetivo neutralizado”.

 

Alan tembló como si de pronto lo hubieran llamado por su nombre verdadero.

 

Los periódicos del domingo hablaron de dos jóvenes muertos en un enfrentamiento, de un fusil en la mano derecha de un muchacho zurdo, de una chaqueta de uso privativo del ejército que parecía nueva. Pero nadie habló de los otros cinco: estudiantes del mismo colegio, del grupo de teatro, encontrados desmembrados en una finca confiscada y reconvertida en escuela de horror.

 

La orden del operativo de captura había salido del escritorio de Alan. La firmó como tantas otras, con la pluma temblorosa del que obedece sin entender. Quien la ordenó fue el coronel Esteban Cifuentes, conocido por saber brindar sin perder la puntería ni la lengua.

 

Al principio Alan creyó que fue un error, creyó en la confusión, en el azar. Luego supo la verdad. Los muchachos no habían muerto en combate. Fueron vendidos como ganado a un campo de entrenamiento paramilitar, donde un extranjero de acento hebreo enseñaba a torturar como se enseña una lengua muerta. Los dos que aparecieron como muertos habían intentado huir. Los otros cinco no tuvieron esa suerte: se los tragó la tierra después de que les arrancaron la voz con electricidad.

 

Esa noche Alan huyó con los documentos bajo el brazo y la culpa atragantada como una espina de pescado. Se refugió en una pensión frente al cementerio central, donde los muertos hablaban más claro que los vivos. Pasó semanas sin dormir, escuchando el lamento de los expedientes desde la mesa y el grito mudo de su hijo desde el fondo de los sueños.

 

Espió al coronel como había espiado tantas veces a los enemigos de la patria: midió sus pasos, su aliento, la hora exacta en que apagaba la luz, el temblor de sus dedos cuando abría la botella de whisky. Y una tarde de viento caliente, lo esperó en un parque sin niños ni palomas.

 

No habló. Disparó tres veces, con la precisión de quien ejecuta una sentencia divina. Una por cada bala que recibió su hijo.

 

La noticia apareció al día siguiente, diminuta, arrinconada entre el horóscopo y los deportes: “Ex agente asesina a coronel. Brote psicótico. Sin testigos. Se entregó voluntariamente.”

 

Lo encerraron en una celda sin ventanas, donde por primera vez en su vida tuvo un nombre completo.

 

Esa noche soñó que su hijo lo abrazaba. Que los otros muchachos recitaban versos desde una tarima hecha de madera, como en los festivales de colegio. Que una paloma blanca - una sola - le picoteaba el hombro izquierdo mientras le susurraba un secreto que no recordaba al despertar.

 

Y entonces lloró. Por él. Por su hijo. Por los cinco muchachos. Por los padres que aún los buscan. Por la patria que firma sus crímenes con mano firme y los borra con la otra. Lloró hasta vaciarse por dentro.

 

Y así, sin medallas, sin venganza, sin justicia, el agente Alan dejó de ser Alan y se convirtió en una historia más que nadie contará.

 

Porque en este país los crímenes se pudren en los archivos, los verdugos ascienden, y los muertos - los muertos del Estado - sólo descansan cuando los matan otra vez en los sueños.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

domingo, 1 de junio de 2025

PAN Y MERMELADA


Amaneciste en mi cuerpo como si el tiempo tuviera el ritmo lento y ceremonial de quien unta pan recién horneado con mermelada de frambuesas aún tibia. Tus dedos, sagrados como hojas silenciosas mecidas por e viento, me recorrían sin prisa, desmigajando el alma que yo apenas lograba sostener entre los huesos.

 

El sol, perezoso, apenas insinuaba su presencia tras los postigos de la ventana, pero tus manos ya conspiraban en mi cintura como si el universo necesitara reorganizarse cada domingo en la cartografía de mi piel. Dijiste “te quiero” con una voz hecha de pan tostado y cielo limpio, y yo, huérfano de palabras, respondí mordiéndote el silencio que escondías en la comisura de los labios.

 

Luego, entre el murmullo del agua, mientras lavábamos los platos, tú llevabas mi camisa abierta, como quien viste el recuerdo de una tormenta, y yo, que solo sabía mirar con hambre antigua, dejé que mis ojos se perdieran en la geografía de tu pecho. Pensé entonces, como si lo soñara un ángel exiliado: amarte es fácil cuando hasta el agua entona canciones en tu nombre.

 

En lo simple estás,

himno tibio en mi saliva,

milagro que arde.

Sabor que no se va.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos