sábado, 31 de mayo de 2025

ERES MI BUENA MAÑANA


Eres el primer sol que se posa en mis párpados, la tibieza exacta con que despierta el mundo cuando no hay prisa. Abres mi cuerpo como si descorrieras las cortinas del día, y entras despacio, como el aroma del café recién colado, como esa fruta madura que se ofrece sin vergüenza ni misterio.

 

En tu pecho desayuno: una cucharada de ternura, una miga de voz ronca aún de sueño. Y me haces reír con la lengua, me haces cantar con la piel. Eres mi almuerzo servido sobre la mesa de tu ombligo, mi bocado favorito, la sazón que enciende mis entrañas, la sal que me recuerda que estoy vivo.

 

En la noche me llevas con la promesa de una luna que se desnuda solo para mí. En tu cama no hay horarios, solo un cuerpo que se hace abrigo y otro que se deshace entre suspiros. Eres la madrugada que nadie ve, el murmullo que arde lento mientras se apaga el mundo.

 

Y yo,

yo me quedo contigo,

haciéndote poema en la boca,

como si fueras mi aliento,

como si fueras la única forma

de decir amor sin decirlo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Paisaje con luna y con montaña


viernes, 30 de mayo de 2025

SIN DUDARLO UN SEGUNDO


Me acercaría a ti sin dudarlo un segundo. Como el fuego al aire que lo aviva, como el agua al cuerpo que la espera. No me detendría en los bordes de tu silencio, ni en las puertas que dejas entreabiertas por miedo. Entraría. Con los ojos cerrados. Con el alma descalza.

 

Te tocaría con palabras, primero. Con esas que tiemblan en la lengua cuando la noche cae y todo se reduce a dos respiraciones buscando el mismo latido. Luego vendrían mis manos, mis dedos como preguntas que no necesitan respuesta, que solo quieren saber cómo suena tu piel al decir mi nombre.

 

No me mires con duda. Yo te he amado en todas las versiones del tiempo. Te he amado en los cuerpos que no fueron tuyos, en las calles donde no caminaste, en los amaneceres que no compartimos. Te he amado con la certeza de quien se lanza desde lo alto porque sabe que volar es cuestión de fe.

 

Tú, ahí, tan tú.

Y yo, aquí, tan tuyo.

El mundo puede arder, perderse, callar.

Pero si me lo pidieras,

te seguiría hasta el fondo de la noche

sin dudarlo un segundo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



jueves, 29 de mayo de 2025

ENTRE EL ALMA DEL JAGUAR Y LA CIUDAD


A Jorge no lo habían visitado los fantasmas de sus abuelos en sueños – todavía -, pero una tarde de octubre - lluviosa, como toda buena tarde en Pasto-  sintió que la ciudad le quedaba estrecha, como un saco que se encoge por no saberse lavar. Hacía meses que las luces de los semáforos le parecían advertencias del más allá, y los murmullos de la gente en la plaza de Nariño se le confundían con voces de otro mundo. Por eso, cuando un viejo amigo de universidad, medio chamán y medio loco, le habló del Yagé y de un Taita Siona que vivía más allá del fin del asfalto, en Buenavista, Municipio de Puerto Asís, no dudó en decir sí. Como si ya hubiera estado allá. Como si el camino lo hubiera estado llamando desde siempre y apenas ahora se animaba a responder.

 

“Quiero conocer ese estado alterado de la conciencia”, dijo, como si tuviera idea de lo que estaba diciendo.

 

Muy pocos se lo toman en serio, porque alrededor del Yagé, hay una verdadera leyenda, un relato espiritual, que provoca al ser oída por los ignorantes, la risa y la burla. Pero él, que ya había probado algunos rituales cuando estuvo en las montañas del Cauca y leído "Las enseñanzas de Don Juan: Una forma yaqui de conocimiento" de Carlos Castaneda, decidió cruzar la puerta hacia su comprensión, porque - según el amigo chamán-  “la puerta está abierta para quien quiera cruzarla, sea indígena o no”.

 

El viaje fue una odisea. Salió de Pasto al amanecer en una flota que olía a gasolina. Atravesó los abismos de la cordillera, se internó en la selva como quien entra a una vieja biblioteca donde los libros respiran, y terminó bajando de un camión de ganado en medio de un aguacero, frente a una choza de madera donde el tiempo parecía haberse detenido a fumar tabaco.

 

Allí lo esperaba el Taita Mayor Francisco Piaguaje.

 

No era alto, pero en sus ojos cabía el cielo entero. Lo miró como se mira a un animal extraviado. “¿Pasto?”, preguntó el Taita, y Jorge asintió. El taita murmuró algo en lengua Siona, le ofreció una taza de agua de panela y dijo: “El Yagé es un regalo de papito Dios para los indios y solo para los que los indios inviten, porque es un remedio”.

 

Esa noche, en Buenavista, cuando la luna se escondía entre ceibas milenarias, Jorge bebió la poción. Al principio supo a raíces amargas, como si estuviera tragando los siglos del planeta. Luego vino el vértigo. El cuerpo le temblaba como una antena en la tormenta. Y de pronto, como si un velo invisible se rasgara entre la razón y el misterio, empezó a ver.

 

No con los ojos, sino con el alma.

 

El cielo se volvió un río de colores. Las plantas le susurraban secretos. Los insectos le hablaban. Y en medio del delirio, se sintió enorme, vibrante: un felino, un jaguar. Caminó por la selva con la seguridad de los que saben a dónde van, y rugió con la furia de un trueno recién nacido. Su aliento era vapor de tierra mojada.

 

Entonces comprendió que el bejuco del Yagé contiene el alma del taita y del jaguar, y que ese rugido no era suyo, sino de la selva entera que lo habitaba por dentro.

 

En la madrugada, cuando el fuego ya casi era ceniza, Jorge vomitó su miedo, su tristeza, su arrogancia. El Taita le puso la mano sobre el hombro y dijo: “Dios es tan grande que solo la selva lo contiene”.

 

Al día siguiente, al ver el verde eterno del Putumayo, Jorge supo que ya no sería el mismo. Entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que el hombre es capaz de imaginar, y ahora él lo sabía.

 

Regresó a Pasto con la mirada más suave, como si adentro llevara una antorcha encendida. Ya no discutía en los cafés, ni corría detrás de la noticia. Y solo hablaba del Yagé cuando la palabra valía más que el silencio.

 

Porque allí, en ese rincón entre Buenavista y el alma, había vivido lo mejor que le pudo pasar: una comunión con el alma, un viaje hacia sí mismo, un pacto secreto con lo salvaje.

 

Y aunque a veces, por las noches, le volvía el rugido al pecho, él lo dejaba salir despacio, como quien acaricia un recuerdo sagrado.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



martes, 27 de mayo de 2025

EL REMEDIO DE LA MELANCOLÍA

 

En la casa pintada de cal, al fondo de la calle de las buganvilias moradas, vivía ella, la más hermosa entre las muchachas del pueblo y también la más triste. Desde hacía dos años, que fue cuando se despidió de sí misma una tarde-noche sin decir adiós, vagaba las calles desde su casa a la iglesia y desde la iglesia a su casa, como un alma sin sustancia, como un rezo sin fe.

 

Los vecinos, que al principio se alarmaron por sus llantos matinales, acabaron por resignarse. No era raro, si uno pasaba junto a la ventana abierta, oírla llorar sin consuelo, mientras el agua hervía sola en la cocina y los claveles en la repisa se marchitaban sin que nadie los mirara.

 

Había sentido los pasos casi dormido, alguna vez, su padre, don Jeremías, un jubilado de teléfonos que pasaba las horas en su habitación del primer piso, sentado junto al ventanal, contemplando cómo la tristeza de su hija se deslizaba en forma de hilera por el patio, como una procesión silenciosa. De este modo, ella se mataba inútilmente, sufriendo por algo que posiblemente ni siquiera iba a pasar, algo que ni siquiera podía nombrar.

 

La última vez hasta se puso a llorar en plena misa del domingo, sin motivo visible, rompiendo el sermón del padre Artemio con un sollozo tan hondo que se creyó que la Virgen del altar también iba a llorar. Su rostro amarillento parecía manifestar una enfermedad, pero era solo la falta de sueño, la falta de alma, la falta de remedio. Ella misma lo decía, entre susurros: ya no entiendo la situación en la que he caído. Una tristeza vaga, profunda y permanente que sólo podía tener su origen en el hecho de estar viva sin haber amado nunca.

 

- Sin duda no puedo evitarlo - le confesó una vez a la hermana Laura, que le ofrecía agua de azahares y rosarios benditos -. Es la melancolía la que me lleva y me trae.

 

Y así habría seguido, quizá por años o por siglos, de no haber sido por aquel forastero que llegó sin que nadie lo invitara, con un sombrero polvoriento y una sonrisa que parecía de otra época. Nadie supo de dónde venía, ni siquiera él lo recordaba con claridad. Decía que era caminante, que iba de pueblo en pueblo recolectando historias, aunque no escribía nada. No tenía intenciones de quedarse, pero el mercado lo distrajo.

 

Fue allí, entre los canastos de yucas y los ajíes colgantes, que lo vio por primera vez, recogiendo su mesa de ventas con la lentitud habitual de quien espera que algo o alguien lo detenga. Él la miró como quien encuentra una promesa, y ella lo miró como quien no sabe que sigue viva.

 

Tuvieron solo tres encuentros. El primero, en la plaza. El segundo, bajo el almendro frente a la iglesia, donde él le ofreció una manzana sin decir palabra. Y el tercero, la noche del jueves, cuando la luna pareció quedarse detenida sobre la casa de cal.

 

Esa noche los vecinos no escucharon más su llanto, pero el alboroto del amor no dejó duda alguna de que algo había cambiado. Las paredes retumbaban con un eco que no era de tristeza sino de salvación. La melancolía, esa mujer huesuda que la acompañaba como una sombra, fue expulsada de la casa con el primer gemido.

 

Y cuando el caminante se fue, al amanecer, dejando solo una flor silvestre sobre la almohada, ella volvió a la vida. Regó los claveles, cerró la ventana, cocinó pan dulce, y cuando pasó por la iglesia, ya no rezó por consuelo, sino por gratitud.

 

Solo el amor, el carnal, el físico, puede curar - dijo después, a quien quisiera escucharla -. Lo demás es espera.

 

Jeremías se hizo el sordo ante los arrebatos de su hija, porque mil veces prefería oírla reír que llorar. No le importaban los portazos, ni las carcajadas que subían como estampidas por la escalera, ni los pasos descalzos a medianoche, ni siquiera el canto desafinado que ahora llenaba la casa pintada de cal. Después de todo, era mejor el escándalo del amor que el silencio funerario de la melancolía.

Y así, sentado en su silla de siempre, con la ventana abierta al patio, el viejo telefonista jubilado alzó una taza de café humeante y murmuró, sin dirigirse a nadie: “Al fin volvió la vida a esta casa.”

 

Y nadie volvió a oírla llorar.        

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


 

 

sábado, 24 de mayo de 2025

BRUMA, LA GATA CALEÑA

 

- ¡No jodás! ¿Una gata? ¿Una puta gata? - dice el flaco Martí, entre risas y una botella de ron, en el bar de Las Ramblas donde nos encontramos cada 12 de abril desde hace... ¿35 años?

 

Yo también me río, pero solo por fuera. Por dentro, todavía tiemblo como aquella vez, en Cali, en el 85, cuando Bruma nos salvó del infierno.

 

Lucía y yo éramos dos guerrilleros urbanos con más nervios que munición. Nos movíamos por el centro como peces en el agua: sin hacer olas, pero dejando rastros. Teníamos un apartamento sobre la Sexta, cerca del Teatro Jorge Isaacs, entre vendedores de libros usados y dealers de coca que no sabían que eran nuestros vecinos.

 

La revolución andaba mal. Muy mal.

Fue por los días del Palacio. Ya nos habían asustado dos veces en la esquina de la casa, y a Lucía le habían tumbado la cédula en una redada en San Antonio.

Estábamos esperando que nos callaran para siempre.

 

Por esa época - unos cuatro o cinco meses antes-  apareció la gata.

La gata que sabía de silencios.

 

Dentro de la caja había cinco gaticos. Cuatro machos y una hembra. Cuando los encontramos, el parque no era muy frecuentado y, además, era lunes por la tarde.

Nuestra intención no era dejarlos, pero la ciudad nos estaba empujando hacia otra orilla.

 

A las seis de la tarde habíamos puesto a cuatro gaticos en buenas manos: el Negro Pedro y sus hijas se llevaron dos, y Martica nos ayudó a ubicar los otros dos en casas de amigos.

Quedaba ella.

 

Era tan pequeña que cabía en mi mano.

Al principio, pensamos en dejarla con nosotros solo esa noche.

 

Nos despertamos a las seis de la mañana, descorrimos las cortinas y comprobamos de inmediato que dormía plácidamente en medio de nuestras almohadas.

Verla así, dormida y pequeñita, nos robó el alma.

Se despertó y empezó a lamerme la cara, como si ya supiera cómo ganarse mi cariño.

 

La llamamos Bruma, porque aparecía cuando menos la esperábamos, y porque su pelo era como neblina espesa sobre la madrugada.

Dejamos pasar un mes sin apenas darnos cuenta.

Bruma se quedó.

 

Aquella tarde era densa, como la antesala del infierno. El calor bajó de una manera que no era explicable. No llovía, pero el viento traía algo más que polvo: traía el olor del plomo y del sudor de los tombos.

 

Bruma, en lugar de dormir como solía después del almuerzo, daba vueltas por el suelo, con las patas delanteras estiradas, como buscando algo que se le escapaba del alma.

Mordisqueaba el mantel. Luego el marco de la ventana. Después, mi bota.

Hasta que se nos quedó mirando.

 

Y no fue cualquier mirada.

Fue una mirada que dijo: “¡Hijueputas, muévanse!”

 

Saltó sobre la mochila de Lucía, maulló como si llevara fuego en la garganta y salió corriendo hacia la puerta.

Ahí supimos.

 

Nos fuimos. Así, con la gata metida en la mochila de Lucía, como si llevara una bomba en lugar de un animal.

 

A la vuelta de la cuadra, cuando apenas nos habíamos tragado el miedo, vimos llegar los carros sin placas.

Tres. Cuatro.

Los hombres de civil, pero con una cara de tiras ni la hijueputa.

Diez, quince, con armas largas e ideas cortas.

No dijeron nada.

Solo rompieron.

 

Desde el otro lado de la calle, con Bruma en el regazo, vimos la red cerrarse sobre la nada.

Y fue Lucía quien sintió primero la lengua áspera de Bruma lamerle la mejilla, justo donde, horas antes, había llorado porque sentía que algo iba a pasar.

 

Nos fuimos de Cali esa noche. Bogotá. Quito. Caracas. Y al final, Barcelona.

Donde ahora Martí, este viejo anarco bacán, no nos cree.

 

- ¡Una gata, hermano! ¡Una pinche gata!

 

- No cualquier gata - dice Lucía, levantando la copa de ron cubano con su sonrisa intacta- .  Una gata caleña.

 

- Una gata que sabía de silencios - digo yo.

La dejamos con unos compañeros en Quito, aún la imagino, cuidando a otros.

 

Porque a veces, los gatos no son gatos.

A veces son la revolución con bigotes.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


jueves, 22 de mayo de 2025

EL PADAWAM DEL EME


En una casa de paredes desconchadas por la humedad y el tiempo, perdida en algún barrio popular de Bogotá, un hombre aguardaba. A pesar del sigilo que exigía la clandestinidad, en aquel refugio no se respiraba miedo sino una forma pausada y profunda de espera, como si el tiempo se hubiera detenido solo para que él leyera con lentitud de monje ilustrador, las páginas amarillas de un cómic de Star Wars que un amigo le había traído de México doblado en cuatro y que disfrutaba tendido en el catre oyendo la emisora de salsa y comiendo a puñados una caja de Corn Flakes.

 

Se llamaba Julián, pero sus compañeros lo conocían como “El Negro”, y había ingresado al M-19 no por los libros de Lenin ni por las proclamas de Fidel, sino por una vieja película francesa que hablaba de libertad como quien habla de la lluvia. Era cinéfilo de vocación, revolucionario por consecuencia, y fanático de Star Wars por convicción religiosa.

 

Desde que vio por primera vez la nave de la princesa Leia surcando las estrellas en 1977, supo que el fascismo no era solamente un problema local, una plaga de generales bigotudos y políticos clientelistas, sino una fuerza cósmica que se replicaba como un virus en los sistemas nerviosos de las galaxias. Para él, la lucha clandestina no era contra un gobierno específico, sino contra el Lado Oscuro, y cada operativo era una escena más del eterno conflicto entre la tiranía y la luz.

 

En ese momento, recostado en un catre desvencijado, leía las hazañas de dos Jedi antiguos que luchaban por restaurar la paz en la Antigua República. Mientras el zumbido de los servomotores retumbaba en su mente, y el sable de luz se abría paso en la espesura del cómic, Julián sentía cómo la historia de la galaxia y la historia de Colombia se entretejían como un solo telón de cine proyectado por una voluntad más grande que él.

 

“Durante más de mil generaciones, los Caballeros Jedi fueron los guardianes de la paz y la justicia…”, leyó en voz baja, y sintió una punzada en el estómago, no de miedo sino de certeza. A su lado, camuflado entre las páginas del cómic, estaba el comunicado que había llegado esa mañana: una hoja mimeografiada con letras azules y firmes que decía:

 

“PAZ A LAS FUERZAS ARMADAS, VIDA A LA NACIÓN Y GUERRA A LA OLIGARQUÍA.”

 

Repitió la frase como si fuera un mantra jedi. No era difícil imaginarse en el sistema alderoniano, con la gravedad de la tierra jalándole el cuerpo hacia el deber. Si cerraba los ojos, podía sentir el zumbido de un bláster al otro lado de la habitación, el chirrido de los drones de vigilancia, el frío azul de un sable de luz que no poseía, pero que intuía vibrando en sus manos.

 

Julián no había leído a Hegel, pero entendía la dialéctica cuando un pueblo oprimido se alzaba. No había leído a Trotsky, pero sabía de revoluciones que nacen en la periferia de los imperios. Había leído, eso sí, a Kurosawa, y sabía que la épica no estaba reservada para samuráis ni generales, sino para quienes esperaban con una pistola al cinto y un cómic entre las manos, en casas de seguridad con olor a sudor y sopa recalentada.

 

Afuera, la ciudad seguía su curso de rutina y ruina. Pero adentro, en ese instante detenido, Julián sintió que el verdadero cine no se proyectaba en las pantallas, sino en la piel estremecida de los hombres que soñaban con justicia.

 

Entonces sonó el teléfono, un solo timbrazo. El operativo estaba en marcha.

 

Guardó el cómic entre las tablas del catre, enrolló el comunicado en el bolsillo de su chaqueta, y al cerrar la puerta tras de sí, sintió que el mundo se abría como una galaxia en guerra. Porque no era un combatiente más:

Era un Jedi criollo.

Un guerrillero de luz.

Un espectador de la historia que había decidido meterse en la pantalla.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

miércoles, 21 de mayo de 2025

SORTILEGIO


Fue en una noche después de un aguacero, perfumada por el delirio y el azar, cuando la encontré. Ella no llegaba ni se iba, simplemente estaba, simplemente era. Había estado ahí desde siempre, agazapada en un rincón del tiempo, esperando que yo abriera los ojos con la fuerza de un deseo ya viejo, un sueño soñado desde siempre. No hubo presentación, ni saludo. Ni siquiera un temblor del aire. La reconocí como se reconocen los ojos en los espejos: sin sorpresa, pero con la certeza de que nada volvería a ser igual.

 

La amé en silencio la primera vez. No con el cuerpo, sino con la nostalgia de todos los minutos en que no fui suyo. La vi pasar junto a mí y no la toqué, pero su aroma - ese olor de fruta recién caída del árbol del Edén - se quedó pegado a mi garganta como una palabra que no quiere morirse. Su boca era un presagio. Una profecía escrita en la lengua que los hombres inventaron para alabar a dioses que ya no existen. Supe, sin dudar, que esa boca no mentía, que venía a abrirme, a cortarme, a beberme como si yo fuera un manantial sagrado.

 

Las noches que siguieron no pertenecen a este mundo. Están fuera del tiempo, hechas de otra sustancia. Ella llegaba sin aviso, con la luz en los dedos y el caos en la espalda. Su boca de fruta madura se posaba sobre mí con la devoción de los herejes: sin pedir permiso, sin pedir perdón. Me tomaba. Me ofrecía. Y yo, con los ojos cerrados, era su altar y su víctima.

 

No decíamos palabra. Las palabras eran estorbo, trapo sucio sobre una mesa de ofrendas. Todo hablaba por nosotros: el crujir de la madera, el sudor que cantaba letanías antiguas, el gemido que nos paría de nuevo cada noche. Su piel - temblor de tierra agradecida por la lluvia - me cubría como una plegaria, y en ella yo aprendí lo que es morir de amor sin dejar de respirar.

 

La amé como se ama lo profano: con los dientes, con los dedos, con la espalda rota. La amé hasta que la carne dijo basta, y aún entonces, la deseé. Porque su boca no era boca, era umbral. Porque su piel no era piel, era mapa. Porque su cuerpo no era cuerpo, era campo sembrado y yo, semilla feliz, condenado a perderme y a florecer.

 

Ahora la invoco con cada aliento, con cada página que no escribo por estar recordándola. No le pido que regrese. Solo que no se olvide de mí cuando las noches sean otras y otros los cuerpos. Que guarde, como un secreto compartido, esta súplica de vida que le dejé sembrada entre las piernas:

 

No preguntas.

Y yo tampoco respondo.

Solo caes, fruta madura,

en la boca que ya te sabe.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Volcán Cumbal 


sábado, 17 de mayo de 2025

AMOR Y ANARQUÍA


Vivía solo con mis cuatro gatos, que no eran exactamente míos, sino descendientes de un linaje felino que había aprendido a gobernar la casa mientras yo envejecía a su servicio. Había olvidado muchas cosas - el nombre de mi madre, el sabor de la miel, el miedo a la noche -, pero recordaba, como si me lo hubieran susurrado los ángeles, que la libertad no puede ser realizada más que en sociedad. Por eso, cada martes, me vestía como si aún trabajara y bajaba los escalones del mundo para sentarme en la misma mesa de la cafetería, al lado de la oficina que ahora solo existía en mi memoria.



Fue allí donde la vi por primera vez, como se ve una aparición en pleno día.



Ella tenía setenta años, aunque el tiempo parecía haberse enredado en su pelo sin lograr enredarla a ella. Caminaba con el paso indómito de quien ha leído a Emma Goldman, ha amado sin permiso y ha perdido más revoluciones que amores. Yo, en cambio, iba con los pies callados por la costumbre y los hombros vencidos por la historia.



La amé desde el primer día. No como se ama en los cuentos de juventud, sino como se ama cuando se ha perdido todo: con gratitud, con desesperación, con la certeza de que la vida, al fin, había valido la pena solo por conocerla.



“Sin disciplina, sin organización, sin humildad ante el esplendor del objetivo, solo divertiremos a nuestros enemigos y nunca alcanzaremos la victoria” - me dijo un día, citando a Bakunin como si hablara del desayuno.



Y así empezó lo inevitable.



Durante más de medio año planeamos nuestra última y más perfecta obra de amor: la muerte del “Matarife”. No por odio - el odio se le había secado a ella durante sus años en la cárcel, y a mí durante los noticieros -, sino porque si nuestras vidas no habían tenido una razón luminosa de ser, al menos que la muerte nos la diera. No sería una venganza, sería un poema.



Nuestros días, antes tan iguales como dos gotas de agua, se llenaron de números, rutas, metrónomos de seguridad y fórmulas químicas escritas entre poemas. Porque hasta entonces habíamos convertido en una rutina de nuestra vida sencilla la indignación. Era hora de elevarla al rango de obra maestra.



Ella me enamoraba cada día más. Aunque hace días ya me molestaba un poco su sectarismo. No puedo negarlo: ese anarquismo que la hacía impredecible y exacta, al mismo tiempo, era lo que me hacía temblar. Pero yo soy tan anarquista, que hasta el anarquismo me fastidia. Aun así, me transformaría inmediatamente en un instrumento de la voluntad de cambio que habíamos proclamado durante tantos años.



El día de la explosión, el sol amaneció como si también tuviera un plan. La avenida hervía de palomas, y el cielo tenía ese color de sábana vieja que precede a los milagros. Caminamos despacio. Ella llevaba el maletín. Yo, su corazón latiendo como un tambor dentro del mío.



Pedimos café en la cafetería de siempre. Las abejas se acercaron, impasibles, a libar la mermelada abandonada junto a las tostadas. Un niño se reía en la mesa de al lado. El reloj marcaba la hora sin saber que estaba a punto de volverse inútil. Entonces vimos llegar el carro con los más de cien escoltas y subimos al piso donde iba a dar su charla de odio.



- ¿Estás listo? —me preguntó, con la dulzura de quien está a punto de dar el primer beso.

- No.

- Perfecto - respondió.



Dejamos el maletín en el corredor contiguo, los escoltas no se percataron de dos viejos tomados de la mano, ella los vio a los ojos y sé que les sonrió.



Y apretó el interruptor.



La explosión fue tan perfecta que no hizo falta más poder. El edificio se derrumbó sobre sí mismo como una flor marchita. No hubo víctimas colaterales. Solo él. El Matarife y sus escoltas.



Y nosotros.



Pero no morimos. Al menos no del todo.



Nadie supo que esa misma madrugada habíamos dejado todo listo para escapar por una alcantarilla abierta desde hacía años, usada por gatos, vendedores de sueños y fugitivos del tiempo. Nadie imaginó que habíamos escrito panfletos con nuestras propias manos artríticas, y los habíamos distribuido en sobres perfumados por toda la ciudad, con frases como: “La libertad, la moralidad y la dignidad humana del individuo consisten precisamente en que haga el bien no porque esté forzado a hacerlo, sino porque libremente lo conciba, lo quiera y lo ame.” M.Bakunin o “La democracia no es solo un sistema político, es una forma de vida.” J. Prudon. Y "Así como la fuerza de un individuo no puede legítimamente atentar contra la persona, la libertad o la propiedad de otro individuo, por la misma razón la fuerza común no puede aplicarse legítimamente para destruir la persona, la libertad o la propiedad de individuos o de clases." F. Bastiat. Todas frimadas como “Amor y anarquía”.



Nos dimos por muertos. Y en cierto modo lo estábamos. Habíamos dejado atrás las identidades que cargaban la resignación y la derrota.



Huimos al mar. Allí, entre palmas y canciones de pescadores, aprendimos a vivir como niños sin apellido. Alla cocinábamos con flores. Yo contaba historias a los pájaros. Hicimos el amor como si el mundo nunca hubiera sido herido. La piel de sus manos, marcada por las décadas y los manifiestos, era la tierra prometida de mi vejez.



Cada tarde, sentados en la arena, ella repetía lo mismo:



- “Al buscar lo imposible el hombre siempre ha realizado y reconocido lo posible. Y aquellos que sabiamente se han limitado a lo que creían posible, jamás han dado un solo paso adelante.” De Mijaíl Bakunin.



Y yo la besaba.



Y la vida, por fin, tenía sentido. Uno desbordado. Uno sin paralelo.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

viernes, 16 de mayo de 2025

LA MUJER QUE MIRABA


Solía mirarlo como quien mira una estrella fugaz a la hora equivocada: con el deseo apretado en el pecho y una certeza sin argumentos; una intuición tan fuerte que parecía verdad, aunque no se pueda explicar. Lo veía casi a diario, sin falta, a la misma hora en que el sol bajaba la guardia y los gatos del barrio salían a ventilar sus mañas por los tejados. Él pasaba frente al taller de costura con una mochila desteñida colgada del hombro y la camisa arrugada como si la vida se la hubiera planchado con desgano. Ella, sin levantar la vista de la labor - que en general eran faldas para viudas o blusas de primeras comuniones -, no podía dejar de darse cuenta de que el hombre parecía, como si fuera la luna, que no era de este mundo. O al menos no del suyo, que al fin y al cabo era muy suyo y muy pequeño.

 

Vivía en dos cuartos que no eran malos a pesar de que el techo tenía goteras y la estufa era un fósil rescatado del Paleolítico. Decía a sus compañeras de costura que no entendía cómo se le había metido semejante idea en la cabeza, pero que ahí estaba: un amor sin argumento, sin historia, sin datos. Entraba de verlo desde lejos, como se entra a un recuerdo ajeno, porque le daba “un no sé qué” ese misterio con patas largas y barba de profeta callejero. Cerraba los ojos apenas lo dejaba de ver como quien se entrega a un conjuro, como si sus párpados supieran algo que su conciencia aún no.

 

Era indudable que se había enamorado de él no por lo que era, sino por lo que no sabía que era. Se retaba a sí misma cada noche, entre sábanas con olor a naftalina y sueños prestados, a tenerlo algún día con ella: desnudo en cuerpo y alma, como Adán sin manzana ni vergüenza. Lo amaría con la vehemencia de una lluvia sin pronóstico, hasta sacarle el tuétano de los huesos, y solo entonces, cuando no quedara de él sino el alma desvestida y el aliento en los rincones, podría saber quién demonios era.

 

Las otras mujeres del taller, con la lengua afilada de quien generalmente hace la vida imposible a quien no entiende, le decían que eso no era amor sino obsesión, que estaba “muy sola y muy loca”, y que en el futuro se guardarían de acogerla otra vez en sus desvaríos y que, si terminaba llorando por un desconocido, era por su propia torpeza. Pero ella sonreía, porque era demasiado extraño ese amor sin motivo, y en eso precisamente radicaba su dulzura.

 

Una tarde nublada, en que el mundo olía a café recalentado y a promesas de lluvia, lo siguió. No por astucia, sino porque el corazón se le fue adelante. Él caminaba con una lentitud de buey triste, como si cargara el pasado como un gran bulto. Lo siguió por callejones, mercados, un cementerio donde nadie acompañaba a sus muertos y una tienda donde compró un cuaderno sin rayas. Y entonces ocurrió: él se detuvo, se volvió hacia ella sin sorpresa, como si supiera que venía desde siempre, y le preguntó con una voz que olía a río:

 

¿Con qué sueñas?

 

Ella se quedó muda. No por timidez, sino porque todas las respuestas posibles se le agolparon en la garganta. Entonces lo besó. No en los labios, sino en el espacio invisible entre sus nombres no dichos. Lo amó, como se aman las cosas sin forma: con hambre, con miedo, con risa.

 

Y cuando lo tuvo desnudo - en cuerpo, en alma y en poesía - supo que no sabría nunca quién era. Pero también supo, por primera vez, que eso no importaba.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



INSURRECCIÓN DEL ALMA


El pueblo no nació ayer.

Nació cuando el trueno aprendió a pronunciar nuestros nombres.

Nació con las manos curtidas de historia, con el pecho sembrado de ausencias,

y con los pies hechos para subir montañas, no para hincarse ante los amos.

 

Nos han querido hacer olvidar,

pero llevamos la memoria en los huesos.

Nos han querido hacer temer,

pero el miedo ya lo lloramos en otras guerras.

Ahora nos toca parir la esperanza con las manos desnudas.

 

No pedimos permiso para vivir.

No aceptamos que nos digan cómo nombrar lo que duele.

No vamos a quedarnos en la casa mientras afuera el mundo se decide sin nosotros.

 

¿Consulta negada?

Entonces la haremos en las plazas.

¿Voto silenciado?

Entonces gritaremos en las canciones.

¿Justicia burlada?

Entonces vendrá la dignidad con rostro de pueblo a poner el cuerpo.

 

La insurrección no es odio:

es amor que se hartó de ser ignorado.

Es ternura que se organizó.

Es justicia que ya no espera turno.

 

El pueblo despierta.

Y cuando despierta, no pregunta: construye.

No obedece: crea.

No claudica: marcha.

 

Porque hay un fuego que no se apaga con decretos.

Un río que no se detiene con promesas.

Una palabra que no se arrebata sin que sangre.

 

Hoy no se trata solo de la Consulta:

se trata del alma de un país.

Se trata del derecho a soñar despiertos,

a amar sin miedo,

a decidir con voz propia.

 

Por eso decimos:

que tiemblen los escritorios si hace falta.

Que ardan los sellos si no nos escuchan.

Que el pueblo no volverá al rincón donde lo condenaron.

 

Porque no estamos solos.

Caminan con nosotros las madres que no se rindieron,

los campesinos que nunca abandonaron la tierra,

los jóvenes que aún creen,

los pueblos originarios que resisten desde siempre.

 

Esto no es solo una insurrección.

Es una siembra.

Una fiesta de futuro.

Una promesa que arde en la garganta.

 

Y ya no hay vuelta atrás.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



jueves, 15 de mayo de 2025

QUE TENGAS UN BONITO DÍA


Te lo dije sin mirar,

mientras te ponías los zapatos

y buscabas las llaves

como quien busca aire.

 

“Que tengas un bonito día”

sonó fácil,

como un saludo de rutina,

pero por dentro

era una forma discreta de pedirte

que vuelvas.

 

No era solo eso.

Era:

que pienses en mí

cuando pares por un café,

que te rías en medio del tráfico

recordando cómo te desabotoné la blusa

sin apurarme,

como si tuviera todo el tiempo del mundo

entre las manos.

 

Era:

que te toque el viento y te acuerdes

de cómo te toco yo,

sin aviso,

sin permiso,

como quien sabe el camino

aunque esté a oscuras.

 

“Que tengas un bonito día”

es lo que digo

cuando quiero decir

que te extraño antes de que te vayas,

que en tu cuello me dejaría vivir,

que ojalá este día no se te pase

sin pensar, al menos una vez,

en mi boca.

 

Pero tú solo sonreíste,

me diste un beso apurado,

y saliste.

Y ahí me quedé yo,

con el eco de tu perfume

y la frase,

dicha y no dicha,

palpitando todavía en la puerta.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

miércoles, 14 de mayo de 2025

LAS MANOS QUE SOSTIENEN EL MUNDO

 

Manos,

sí, las suyas,

calladas y curtidas por el sol y por los días,

que escarban la tierra como si todavía creyeran

que ahí, en lo profundo,

puede brotar una justicia nueva.

 

Manos morenas,

nobles y fuertes,

raíces vivas del pueblo.

Manos que levantan al caído,

que curan sin pastillas,

que amasan el pan del hambre

con la levadura amarga del silencio.

 

Yo las he visto,

tejiendo el luto en la penumbra,

cargando en sus huellas

los nombres que nunca se dijeron,

los hijos sin cuadernos,

los esposos sin tumba.

 

Manos queridas

que no empuñan fusiles,

pero tiemblan de coraje.

Que no rezan al dios del dinero,

pero sostienen el cielo

con la fe sencilla de quien no se rinde.

 

Y yo lo sé,

lo juro que lo sé:

un día,

esas manos hechas de barro, dolor y esperanza,

van a escribir en los muros derrumbados

la palabra más limpia de todas:

 

Libertad.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos