lunes, 28 de abril de 2025

TERRITORIO


 

Te amo por claridad, por sombra, por el destello cierto entre las nubes o por la lánguida luz de la noche sin estrellas. Te toco en corredores de ventanas pequeñas, donde la luz cae a trozos, como lluvia o como pedazos de granizo que nadie osa tocar.

 

Te discuto con el olvido en cada grieta del día; te arrastro en el vaho que empaña la boca del río. Te salvo del abismo, de la noche sin luna, de la tarde sin canciones de pájaros o de la lluvia sin nostalgias.  

Te desarmo con dedos que no rozan, te dibujo con polvo de ramas quebradas, te nombro con palabras hechas de menta y sed.

 

No quiero atraparte, tampoco dejar que te vayas sin pena ni gloria. Quiero ser la grieta por donde entras, la hendija de tiempo sin vernos, de pasiones inventadas, de abrazos apagados cuando nos llega el sueño.

 

Mira la niebla: cómo aprende a desnudar los montes sin hacer preguntas. 

Mira el musgo: cómo crece donde nadie mira, suave y temblando. 

Así te deseo: como se desea el agua antes de la sed, como se buscan las constelaciones debajo de los párpados, pensándote cerca, así estés lejos.

 

Toda esta mañana te he inventado sobre la piel del mundo. Te borro para volverte a crear, te rehago y te dibujo en mi mente, te pierdo y te vuelvo a encontrar en una esquina de algún lugar donde comíamos un chocolate y nos contábamos historias sin que importara el tiempo. 

Eres el pretexto perfecto entre la lumbre y la ceniza, entre la historia y el cuento. Y entonces te sigo buscando, en la curva del viento, en la gota que cae y no se rompe, en el destello donde el relámpago olvidó su raíz.

 

Te amo. Te amé antes de saber tu nombre. Te amaré cuando ya no queden nombres, sólo rumor, sólo preguntas, sólo esta fiebre callada que, aun en la muerte, me incendiará los huesos.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

lunes, 21 de abril de 2025

EL FUEGO QUE NO HACE RUIDO

(El amor que jamás murió porque nunca necesitó nacer del todo)

 

Nadie sabe con certeza cuándo comenzaron a amarse, ni si en verdad lo decidieron o si fue el destino - ese pájaro invisible que a veces canta sin que nadie sepa de dónde viene - quien los empujó uno contra el otro con la suavidad de las lluvias de noviembre.

 

Él tomaba café desde antes de que amaneciera y ella acomodaba la manta con el mismo cuidado con que las abuelas arropan a los nietos que ya se han ido. En aquella casa donde los relojes se atrasaban por nostalgia, la ternura respiraba bajito, como un gato viejo que aún sueña con cazar mariposas.

 

Nunca se regalaron flores, ni una sola. 

Ella, sin embargo, llegaba cada tarde con una piedrita lisa en el bolsillo, como si el camino la escogiera para depositar en sus manos la historia geológica del amor. Él las guardaba en una caja de madera junto a la cama, convencido de que en algún tiempo lejano, cuando la humanidad olvidara cómo se dice “te amo”, alguien abriría esa caja y sabría traducir el idioma mineral del afecto.

 

Hacían el amor como se reza frente al mar: con respeto, con asombro y con una lentitud que no era de este mundo. Cada caricia pasaba primero por la memoria, luego por el deseo, y finalmente llegaba al cuerpo como una promesa cumplida. Era un amor que no necesitaba desnudos: bastaba con el roce de las miradas para que el cuarto se llenara de resplandores tibios y el aire se espesara con el perfume de las estaciones.

 

Una noche de julio, mientras la lluvia bailaba en los tejados, ella le dijo sin mirarlo: 

- No me hables. 

Y él comprendió - como si lo hubiera leído en un libro sagrado escrito en lengua de abejas - que el silencio también es una forma de quedarse. Desde entonces, dejaron de hablarse con palabras y comenzaron a decirlo todo con gestos que solo ellos entendían: un parpadeo lento, un dedo sobre la sien, una cucharita olvidada en la taza.

 

Vivieron así durante años que pasaron como siglos y también como segundos. 

Nadie los fotografió. Nadie los escribió en las canciones. Pero cada noche, justo antes de dormirse, ella le rozaba el brazo con la yema del índice, apenas, como si afinara una cuerda invisible que los mantenía tocando el mismo sueño. Y él se dormía convencido de que así debía sentirse el mundo cuando gira bien: como un corazón que no hace ruido, pero sigue latiendo en secreto bajo la tierra.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos
Fabio Martínez https://www.facebook.com/photo/?fbid=992063528983003&set=a.988500816005941



sábado, 19 de abril de 2025

CARTAS DE AMOR 45

Señora bonita,

 

El amor humano - ese que huele a la tierra después de la lluvia, a raíz expuesta, a sábanas húmedas de selva-  no pide llaves ni ruega entrada. Viene con el viento caliente del mediodía, ardiendo. Viene con la fiebre de los frutos que maduran rápido, sin permiso ni tiempo, y se pudren si no se comen a tiempo.

 

Es un dios antiguo, de barro y trueno, que exige sacrificios a plena luz, con los ojos abiertos y la carne temblando de memoria. 

 

Nos desvestimos como quien inicia un ritual en un santuario en llamas: sabiendo que el alma puede arder, pero igual entramos, sin más defensa que el deseo. Y en ese fuego donde sus dedos trazan caminos sobre mi pecho, yo me abro como flor de páramo al sol breve: le entrego mi cuello, mi vientre, mi lengua - mi miedo entero-  como una hostia rojiza, aún palpitante, que solo conoce un credo: el goce.

 

Su espalda es mi vía de tierra roja. 

Sus gemidos, mi salmo nocturno. 

En usted me pierdo como río entre helechos. 

 

En cada encuentro, el cuerpo se va muriendo, se va volviendo aire y raíz. Y cuando el deseo se quiebra en sus bordes, cuando no hay más carne que pueda clamar, entonces ocurre: la pequeña muerte, el estremecimiento, la última campanada.

 

Morimos. Sí. Como se muere el sol tras la montaña, dejando el cielo encendido. Y justo ahí, cuando todo es temblor y el mundo es solo respiro, llega el milagro.

 

Renacemos. 

Con el sudor como agua bendita y la risa como única misa. 

No hay cielo más alto que el de su pecho al dormirse. 

No hay resurrección más cierta que el abrazo tras la tormenta.

 

Nos miramos, deshechos y completos, como dos hojas caídas que aún tiemblan por el viento. 

Sabemos que mañana volverá el fuego, que otra vez nos alzará la fiebre.

 

Porque este amor no se aprende: 

Se siembra. 

Se sangra. 

Se consuma. 

Y vuelve.

 

Suyo para siempre.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

miércoles, 16 de abril de 2025

EL HILO AZUL


El punto de cruz, hecho con hilo azul por su abuela en los calzoncillos blancos, fue lo que lo salvó del olvido. 

No del crimen. 

No del silencio. 

Del olvido. 

 

Carlos estuvo veintidós días desaparecido. Veintidós. Una cifra breve en el calendario, pero suficiente para hacer eterno el dolor de una madre que clava los ojos en la puerta como quien busca milagros en la madera. 

Digo poco tiempo porque, por lo general, los desaparecen para siempre, o los dejan en un lugar de fácil encuentro, como golpe de terror para quienes siguen vivos.

 

“Desaparecido.” 

Así lo nombró el poder, esa máquina de tragarse el alma y escupir miedo. 

Desaparecido como se evapora el rocío al sol, pero no por el sol, sino por la sombra. 

 

La tarde en que se lo llevaron, él bromeó. 

Dijo: “Que alguien le lleve un café a los tiras apostados al frente”, esos que, sin uniforme, vigilaban las ideas que no les cabían en la cabeza. 

Y luego fumó un cigarro con la lentitud de quien aún no sabe que ya está condenado. 

 

Ese día, el abrazo fue distinto. 

Más largo. Más cálido. 

Como si el cuerpo supiera lo que la mente no se atrevía a pensar. 

Como si el corazón - siempre más sabio - dijera su adiós en un idioma que solo después se entiende. 

 

Los días se pasaron como en cámara lenta. 

El primer día sin él fue un castigo sin nombre. 

El segundo, una herida que no paraba de supurar. 

El tercero, una libreta manchada de sangre. Una pared también manchada. 

 

Tomamos fotografías de prisa, como quien quiere atrapar la verdad antes de que los buitres del Estado la devoren. 

 

La última nota, para su madre: 

“Mamá, no creas que yo no me acuerdo de tu cumpleaños el próximo sábado.” 

Y un corazón. 

Y una carita feliz. 

 

En la oficina del coronel, el cinismo tenía traje planchado. 

Aseguró investigaciones exhaustivas, indagaciones de rigor. 

No sin antes insinuar que el señor García tenía “amistades peligrosas”, y preguntar - con la lengua envenenada - si ya habíamos investigado nosotros antes, para no saturar el aparato investigativo del Estado. 

 

Peligroso era decir lo que se pensaba. 

Peligroso era no tener miedo. 

Carlos, entonces, era eso: peligro. 

Peligro con nombre y apellido. 

 

A los cinco días, el barrio hizo misa. 

Cantaron canciones de la misa campesina nicaragüense, esas que a Carlos le hacían brillar los ojos. 

Y todos, incluso los más devotos, sabían que, si Cristo bajaba, también lo iban a desaparecer. 

 

El día quince llegó el cartel: 

“Carlos García. Desaparecido. Reclamado vivo. Porque vivo se lo llevaron.” 

 

Pero el Estado no entiende el idioma de los carteles, ni de las madres, ni de las canciones. 

Solo entiende el idioma del miedo y las balas. 

Martha nunca fue su novia. 

Pero lo amaba con esa rabia dulce que tienen las mujeres cuando saben que su amor no necesita papeles ni permisos. 

 

Marchó con su fotografía entre las manos, y cuando vinieron los antidisturbios, defendió ese retrato como quien defiende la memoria de los pueblos enteros. 

Salió golpeada. 

Salió empapada. 

Salió más fuerte. 

 

Cuando llamaron de la morgue, nosotros ya no llorábamos. 

Las lágrimas se habían convertido en rabia. 

Salimos con Martha, con Juan, y con el abogado Martínez, un muchacho recién egresado de la facultad de Derecho, que nos había acompañado durante los últimos meses y era muy cercano a Carlos. 

 

Carlos estaba ahí. 

Desfigurado. 

Tres balas en la cara. 

Los dedos machacados. 

 

Solo un cuerpo con calzoncillos blancos bordados con hilo azul por su abuela, y una cicatriz en la rodilla izquierda. 

 

La abuela los había cosido con amor, para que no se confundieran con los de su hermano Juan; sin saber que ese hilo sería la última hebra que lo atara a la vida, al recuerdo, a la última despedida. 

 

Así reconocimos a Carlos. 

No por el rostro, que ya no era suyo. 

No por los dedos, que ya no eran dedos. 

Sino por el hilo. 

Ese hilo azul que no pudieron desaparecer. 

 

Porque al final, eso es lo que somos: 

Hilos. 

Memoria tejida. 

Y, a veces, eso basta para que la verdad no se pierda. 

 

Porque no pudieron desaparecer el amor. 

Ni el abrazo. 

Ni la rabia que aún camina con carteles, con cantos, con la memoria que defendemos con uñas y con dientes. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


martes, 15 de abril de 2025

EL HOMBRE QUE AMABA A LA DISTANCIA



Durante más de medio siglo, el hombre vivió pendiente. No del pan, ni del reloj, ni de las malas noticias que llegaban por la radio. Vivía pendiente de ella, la que nunca llegó, la que se le había metido en el alma con la obstinación de una espina invisible.



No sabía su rostro presente, pero su cuerpo la recordaba como el incienso recuerda al fuego antes de consumirse. La olía en el sudor del mediodía, en el moho de las cartas no enviadas, en el leve estremecimiento que dejaban los pájaros al romper el silencio. Él la soñaba con el tacto: dedos sobre un vacío tibio, un estremecimiento que se le instalaba en los huesos como un recuerdo anterior al nacimiento.



Ella ya no tenía nombre, al menos no uno que él pudiera pronunciar sin que le doliera el pecho. Su ausencia era un templo, uno sin vitrales ni santos, donde cada noche entraba descalzo, y ofrecía su soledad como una flor que se niega a florecer por miedo a marchitarse al instante. Lloraba. Sí. Pero no de tristeza. Lloraba porque el amor, cuando no se entrega, fermenta dentro del pecho hasta desbordarlo como una marea lunática.



Él no quería poseerla –decía-, quería comulgarla. Dejar que su aliento -que ya no volvía- lo cubriera como una brisa consagrada. Que lo transformara sin tocarlo. Como el vino que tiembla en los labios del que aún cree.



La gente lo creía loco. En el pueblo, que todavía no conocía la internet, pero tenía dos estaciones de radio, lo llamaban “el novio de nadie”. Pero él respondía con una sonrisa salpicada de paciencia: “La luna tampoco toca el agua, y sin embargo la estremece”.



Escribía oraciones sin papel, sobre las paredes de su casa y sobre los muros invisibles del aire. Caminaba como si ella estuviera a punto de doblar la esquina del tiempo. La esperaba como se espera a los milagros: sin certeza, pero con la mesa servida.



Un día, como todos los que pasaron, murió. No de tristeza. Murió adorando. Murió con los labios cerrados y el alma tan abierta que la vecina de al lado juró haber visto salir una paloma blanca de su boca.



Le dieron sepultura sin epitafio. Solo un verso, garabateado por un vecino en un trozo de madera, de una de las cartas no enviadas:

“Tú, mi lejanía encarnada, mi cuerpo prometido que aún no me roza. Amén.”



Ahí podría haber terminado la historia. Pero no.



Cincuenta y tres días después de su entierro, llegó al pueblo una mujer con los pies hinchados, los ojos de lluvia y una carta arrugada entre las manos. Nadie sabía su nombre. Nadie supo de dónde venía. Solo preguntó, con voz temblorosa, dónde vivía “el hombre que escribía oraciones con el cuerpo”.



Cuando le contaron que ya estaba bajo tierra, no lloró. Tampoco habló. Solo pidió dormir una noche en su antigua casa. A la mañana siguiente, se había ido. No por el camino del pueblo. No por la carretera. Nadie la vio salir. Pero en la tumba del hombre, sobre la tierra todavía fresca, encontraron una flor abierta. Una que nunca había crecido en esos lares.



Dicen que, desde entonces, cada vez que alguien le reza en silencio, al pie de su tumba; esa flor vuelve a abrirse. Y el aire se llena, por un instante, del aroma tibio del incienso antes de arder.



Jorge Alberto Narváez Ceballos


¿LA LLAMO O NO LA LLAMO?


Ahí está la foto, clavada como un alfiler oxidado en el cajón izquierdo del escritorio, entre boletas de cine viejas, cigarrillos sueltos y la entrada arrugada de ese concierto donde casi la beso. La miro y me mira, con esos ojos almendrados que no dan tregua. Y yo, tan cobarde como siempre, juego a no extrañarla. Pero me extraño yo sin ella.


Suena en mi cabeza ese tango “¿Quién tiene tu amor?”, Alfredito de Angelis y el vozarrón de Juan Carlos Godoy, rompiendo la madrugada como lo hacía mi abuelo en Cali, allá en San Nicolás, mientras cosía pantalones como quien arma sueños de dril para sobrevivir. Tarareaba mientras le metía el hilo a la aguja y cuando le pegaba los botones, ¡pum! entonaba el estribillo como si estuviera en un cabaret de Buenos Aires, con el alma al borde del derrumbe. Ese tango era su manera de decir que la vida todavía valía la pena, aunque la fábrica lo tuviera jodido.


Tengo un pañuelo de ella. Maquillado, sucio, perfumado. Un rastro. Una evidencia. Ese trapo me lanza directo a Los Faroles, ese bar en Manizales que huele a aguardiente y a viernes eterno, donde vi bailar a una pareja de sombras una milonga asesina: “Tu Pañuelo” de Juan D’Arienzo con la voz de Héctor Maure que te deja la piel en carne viva. Mi tío abuelo Pacho, ese loco hermoso, cuando se empinaba el tercer copetín, se creía bailarín de arrabal, y giraba como trompo viejo con olor a nostalgia. Yo lo veía y juraba que algún día, bailando así, la iba a conquistar.


En la foto ella me mira, me mira y la recuerdo, como recuerdo a mi abuela. La abuela cantaba esa canción “Ocúltame esos ojos” de Antonio Tormo a todo volumen, mientras encendía la hornilla de carbón a las cinco de la mañana. En esa casa todos despertábamos con el dolor dulce de un tango y el olor a café con panela y pan con mantequilla.


Y en la foto, ella sonriendo, con esa boca que era promesa, incendio y fruta madura al mismo tiempo. La abuela decía que eso era tener “boca de pecado”. La boca de ella… ¡ay, Dios! verla me da sed, sed de esas que solo se apagan con un beso largo, largo como domingo sin ella.


¿La llamo? No sé. Me tiembla la voz, el alma, la ciudad entera. Pero hay algo que me ruge en las tripas, una alarma que me dice que si no la llamo la pierdo, que si no le hablo me muero un poquito más esta noche.


Y entonces, como quien se lanza desde un edificio con el corazón entre las manos, pienso en Gardel cantando “La noche que me quieras” ... y en que, tal vez, solo tal vez, si marco su número, no me hundo del todo.


Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 14 de abril de 2025

NO SALES DE ÉSTA CON VIDA


Me desperté en un cuarto blanco, blanquísimo, más blanco que la conciencia de un recién nacido -si es que eso aún existía -. El zumbido de los drones rasgaba el silencio como cuchillas invisibles. La luz me mordía los párpados y el aire sabía a algo sintético, como a mentira con sabor a menta.

 

Tenía 59 años. Medio siglo y algo más. Y al parecer eso me convertía en un fósil, un estorbo, un desecho. Aún no entendía bien qué había pasado. Recuerdo el temblor, las llamas, los gritos pixelados en las pantallas. Recuerdo cerrar los ojos y desear que todo fuera un mal guión de serie distópica. Pero no. Aquí estaba. Y aquí mandaban los menores de 30.

 

Cuando, en una esquina, descubrí una especie de cafetería sin café, llena de adolescentes jugando con pantallas transparentes y riéndose de cosas que no tenían gracia, decidí asomarme, movido por la vieja necesidad de oír a alguien decir algo con sentido. Grave error.

 

No me entusiasmó la bienvenida: miradas que apuñalaban, risas contenidas como cuchillos listos para saltar. Me senté sin que nadie me lo pidiera, como esos viejos que aún creen tener derecho a estar en alguna parte.

 

A mi lado estaba sentada una chica de unos veinte años, pelo azul eléctrico y ojos de holograma. Me miró como se mira a un perro cojo en la autopista.

 

- ¿Y tú qué haces aquí? - me soltó la pregunta, sin anestesia.

 

- Observar, escuchar, tal vez entender.

 

Los individuos a mi alrededor me lanzaron una mirada despectiva, como si mi presencia infectara el aire. Un tipo con aspecto de influencer malvado tomó la palabra. Su voz era pastosa, plana, como de algoritmo con exceso de ego.

 

- Para hablar de la historia, primero hay que entender que ustedes, los mayores, la cagaron. Esto - dijo, señalando la ciudad-fantasma afuera - es lo que quedó después del Gran Borrón. Aquí mandamos los lúcidos, los sin arrugas. Los que todavía tenemos tiempo.

 

La explicación se alargó durante una hora. Aburridísima. Solo hablaban de algoritmos, de rankings, de la "pureza de la juventud" como si fuera un detergente. Cuando terminó, todos aplaudieron como focas cibernéticas.

 

Al oír semejante barbaridad estuve a punto de echarme a reír, pero me contuve. Uno aprende a callar con los años, a guardar las balas para la batalla justa.

 

- ¿Cómo se te ocurre venir aquí a criticar? - escupió la chica de ojos de neón, como si leyera mis pensamientos.

 

- No critico – dije -, sólo me pregunto si no se están convirtiendo en aquello que tanto odiaban.

 

Error. Craso.

 

El aire se volvió espeso. Una voz sin rostro tronó desde los parlantes: "no sales de ésta con vida". El tipo del discurso asintió con una mueca de satisfacción. Me arrastraron por un pasillo que olía a desinfectante y desesperanza.

 

No sé cómo salí de allí. Tal vez alguien tuvo un arranque de piedad o fui parte de un experimento. Lo cierto es que un mes después recibí una llamada. Una voz infantil, metálica:

 

- Tenemos curiosidad contigo. Vuelve.

 

Colgué. Me reí. Esta vez no me contuve. Y mientras la risa me arrastraba, entendí: no hay futuro sin memoria. Y a veces, la vejez es la última forma de resistencia y las canas son otra forma de revolución.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



sábado, 12 de abril de 2025

LA MUJER DEL QUINTO PISO


No me acuerdo la fecha, pero sé con certeza que era una noche de luna llena del mes de mayo. 

Había salido de la ducha, sin lograr sofocar el calor pegajoso que ni el ventilador de techo podía vencer. Abrí la ventana para que entrara algo de viento, aunque en ese barrio viejo de casas encaramadas una sobre otra, el viento era un lujo que no siempre llegaba.

 

Y entonces la vi en el edificio de enfrente.

 

La mujer del quinto piso.

 

Flaca, pero con el tipo de flacura que no se gasta en el gimnasio, sino en las vueltas de la vida. Unos treinta y dos años, con un kimono rojo lleno de flores negras que parecía tener vida propia. Bailaba sola, descalza, como si no le importara que las ventanas estuvieran abiertas, que la ciudad la viera. La salsa sonaba a todo volumen, de esa que a uno lo saca del cuerpo sin pedir permiso. Primero la Fania, luego La Ponceña. Y ella ahí, girando, sudando, feliz, como si en ese instante nadie la pudiera tocar.

 

La miré, claro. Quince minutos o más, con la cerveza en la mano y la camiseta empapada por el bochorno. Era como una escena de película que nadie había filmado, de esas que uno no puede explicar, pero tampoco olvidar.

 

A las doce, las campanas de la iglesia rompieron el hechizo. Sonaron nítidas, limpias, como si quisieran contarle a Dios lo que yo estaba viendo. Fue en ese preciso momento que ella me pilló.

 

Me miró.

 

Y sonrió, pero no con timidez. No. Sonrió con descaro, con fuerza. Se asomó medio cuerpo por la ventana y gritó:

 

- ¿Tienes otra? Otra cerveza…

 

Y yo, imbécil, apenas tenía esa. Le hice el gesto de que no, que solo esta, pero que si quería, se la llevaba.

 

Rió. Dios, cómo rió. Esa risa me llenó las tripas, me sacudió los huesos.

 

- ¡Sube! - gritó de nuevo- . ¡Pero primero ve a la tienda! Golpea fuerte que Don Iván está medio sordo. Y tráeme algo de comer, ¿sí?

 

Minutos después estaba en la tienda, comprando un par de cervezas, una bolsa de chitos, dos empanadas frías. Subí por unas escaleras endemoniadamente estrechas que parecían hechas para enanos o gatos. En cada piso, una historia diferente: risas apagadas, un televisor viejo con dibujos animados a todo volumen, una pareja discutiendo.

 

En el cuarto piso me esperaban sus llaves. Y en el quinto, ella.

 

Dejé la puerta entreabierta. Sonaba “Amparo Arrebato”, y la sala era un santuario del desorden hermoso: luces tenues, cojines tirados en el suelo, una botella de ron sin tapa, dos ventiladores prendidos al mismo tiempo. Y ella, esperándome, con el kimono medio abierto y la mirada llena de esa cosa que uno no sabe si es hambre, deseo o ternura sin rumbo.

 

Ángel Canales comenzó a sonar con “Nostalgia”. Entonces bailamos.

 

No me preguntes cómo bailamos, porque no fue con pasos ni con estilo. Fue como si nuestros cuerpos se conocieran desde antes. Ella olía a canela y a cigarro barato. Su escote era una trampa y una promesa, y su piel, morena, brillaba como si fuera un espejo que le devolvía la luz a la luna. Me susurró algo al oído cuando comenzó “Llora corazón”, y me temblaron las piernas. Bailábamos como si el tiempo no existiera, como si estuviéramos bailando sobre un abismo.

 

Y cuando sonó “Amada mía” de Cheo Feliciano, el mundo se apagó un segundo. Ella me miró, seria por primera vez en la noche.

 

- Hace rato no bailaba con alguien que no quisiera poseerme… sino quedarse.

 

No supe qué responder. Le acaricié la mejilla y le dije al oído:

 

- Me quiero quedar.

 

Ella sonrió, pero no como antes. Esta vez fue una sonrisa lenta, casi triste. Me besó, un beso largo, lleno de todos los amores que no le habían durado. Y se aferró a mí como si de verdad creyera que esta vez sí, que esta vez alguien se iba a quedar.

 

La luna seguía arriba, terca. La madrugada comenzaba a gatear por las rendijas de la ventana. Afuera, el mundo seguía girando.

 

Adentro, el tiempo se quedó quieto.

 

Y yo… yo todavía no me he ido.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos 




viernes, 11 de abril de 2025

LA ESENCIA DE LA SALVACIÓN

 



La vio por primera vez cuando ella tenía apenas quince años y él, veintisiete. Vestía un uniforme escolar con medias blancas que trepaban como espuma por sus pantorrillas morenas, y ya entonces era un presagio. No sabía qué era lo que lo estremecía cuando pasaba frente a su casa, con el cabello amarrado en una trenza que bailaba como una culebra alegre. Era una niña, sí, pero en sus ojos oscuros había una promesa escrita en letras doradas, de esas que sólo se entienden con el alma y en sueños.



Durante veinte años, la vida lo arrastró por continentes, mujeres, guerras y libros. Pero en cada ciudad, en cada cuerpo que rozó con su deseo y su tedio, él buscaba - sin saberlo - la forma exacta de su cintura, el acento de su voz, la manera en que ella reía al salir del colegio con sus amigas. Nadie pudo ocupar ese lugar: el hueco de una semilla que había germinado en su memoria con la fuerza implacable de la fe.



Y un día, cuando ya no esperaba el milagro, la encontró.



Fue en una tarde amarilla y viscosa como la miel caliente. Ella estaba allí, en el mercado de la plaza, envuelta en una falda de lino blanco que temblaba como la piel de una fruta madura. Ya no era una niña. Era una mujer. Una aparición. El temblor final del universo. Llevaba el cabello suelto, y su cuerpo - ahora completo y generoso - despedía una fragancia tibia, a mango y a sol. Él la reconoció de inmediato, aunque ya no se pareciera en nada a la niña que alguna vez fue: la reconoció por el sobresalto que lo atravesó como una herida.



- Eres tú - le dijo-. La que llevaba medias blancas y sembró mi destino.



Ella lo miró con una sonrisa que no era de este mundo, y, sin hablar, lo tomó de la mano. Esa noche, él descubrió que lo divino no está en los cielos, sino entre los muslos de una mujer que ha esperado veinte años sin saberlo.



Se amaron con la devoción de quienes, por fin, entienden que la eternidad no está en el tiempo, sino en un instante. Su piel era una liturgia; su vientre, un altar donde él repetía oraciones que no había aprendido en ningún convento, sino en la fiebre. Ella se dejó amar como se deja llover la tierra seca. Y él, poseído por el fervor, supo que no había religión más verdadera que su cuerpo, ni dios más real que su gozo.



- Una multitud de ángeles tocan eternamente la curva de tu vientre, tu espalda derramada en la tarde, tu sexo - cáliz encendido - donde comulgo sin culpa - le gritó al filo de la cama.



Lo que sintió esa noche no fue deseo, sino salvación. La suya. Porque en ella se perdonaron todos sus pecados y se encendieron todos sus nombres. No hizo falta más que una mirada para saber que la había amado desde antes de nacer.



“La esencia de la Salvación no es nada más que una gota de agua en el océano. No hay fronteras ni recintos sagrados. Hay maravillosos paisajes: tus senos redondos, tu boca fresca. En ellos reposa mi fe, mi hambre y mi himno”, pensó esa madrugada mientras ella dormía.



Desde entonces, ya no duerme, sino que vela. La idolatra. Se santigua con su sudor. Y cada vez que ella lo toca, él vuelve a nacer. Porque ella —aunque no lo sepa— es la única verdad que ha existido desde el principio del mundo.



Sólo repitió en un susurro:



- Yo creo en ti como en la tierra prometida: tu cuerpo es templo, y yo, peregrino empapado de gloria.



Él cerró los ojos, la vio otra vez - como hace veinte años - caminando frente a su casa, con las medias blancas, la trenza viva, y los ojos que sabían secretos que aún no habían sido revelados. La niña y la mujer eran la misma, y ​​él entendió que todo era un círculo: deseo, espera, hallazgo y regreso.



Desde entonces, ya no camina: levita. No habla: reza. Y si alguna vez muere, lo hará entre sus brazos, murmurando su nombre como quien regresa al origen.



Porque ella es su cielo, su infierno y su sueño. Y él, el viajero eterno que al fin encontró su casa en la curva de su ombligo.



Jorge Alberto Narváez Ceballos




martes, 8 de abril de 2025

DIENTE DE LEÓN


Esa era la situación: tenía que decidir entre quedarse en la casa, viendo cómo los muebles envejecían con ella, o salir una vez más con el muchacho que nunca terminó de gustarle. Lo conocía desde la época en que usaban uniformes escolares y comían perros calientes en la esquina como si fueran festines imperiales. Ya entonces le fastidiaba la rutina, la falta de sorpresa, la tibieza con la que él la miraba. 

 

Era una mujer delgada, de mediana edad, que llevaba en la piel las cicatrices dulces de las que han sido apetecidas por su generación, por la siguiente y por más de un hombre maduro que aún olía a tabaco y leía poesía en voz baja. Salía con él, sí, pero en el fondo hubiera preferido quedarse a solas con la radio encendida y un vaso de vino blanco entre los dedos.

 

Un día, harta de las mismas calles y los mismos sabores, buscó una dirección por teléfono, ofrecían un trabajo más bien tedioso. No sabía bien por qué lo hacía. Quizás por cansancio, quizás por curiosidad, quizás porque su corazón - aunque roto, duro como una piedra - aún recordaba cómo latía cuando tenía esperanza. 

 

Una mañana, pasadas las ocho, lo conoció en el ascensor del edificio donde trabajaba. Él había pasado la cincuentena, usaba corte militar y una loción que olía a otoño con mar. No era calvo, pero su coronilla empezaba a dudar, y siempre vestía como si esperara una visita importante. Tenía una habitación en la sexta planta y la costumbre de saludar con una voz tan firme que parecía ordenar que el mundo se detuviera a escucharlo.

 

Al principio hablaban de trivialidades: la humedad del clima, el ascensor que se demoraba, las noticias absurdas del día. Pero conforme pasaban los días - y los encuentros, siempre pasadas las ocho - las palabras se volvieron confesiones disfrazadas. Ella hacía lo posible por coincidir con él en las gradas del edificio, y al verlo, le sonreía con esa media luna que ya no podía ocultar.

 

Así fue durante semanas, meses quizás. Hasta que una tarde-noche él apareció disfrazado de Capitán América, barriga incluida. Ella soltó una risa como hacía años no le nacía, y bajó luciendo un disfraz ajustado de Mujer Maravilla, con más deseo que pudor. Se amaron casi de inmediato, sin cerrar del todo la puerta del apartamento, como si la ciudad tuviera derecho a saber que todavía había milagros. 

 

Desde entonces, a las ocho en punto, ella se perfuma como si fuera al altar, y él, impecable como siempre, la espera en el umbral con una flor silvestre entre los dedos. No es una flor de jardín, ni de floristería. Es de esas que crecen solas, entre las piedras, desafiando las tormentas.

 

Y nadie en el edificio recuerda exactamente cuándo fue que empezaron. Solo saben que siguen. Que siguen como si el tiempo les perteneciera. Como si el amor - el verdadero - solo necesitara un ascensor, una risa, un diente de león y una hora precisa para no morir nunca.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



 

EN UN ABRIL


En un abril de luz incierta 

te fuiste como se va la niebla del campo, 

sin que el día pudiera retenerte.

 

Todavía las lilas florecen  

con la obstinación de lo que vuelve. 

Todavía tu risa 

se abre paso en el viento 

que roza la ropa tendida, 

como si vinieras a secarnos la pena.

 

Te recuerdo entre risas y barro, 

el fusil al hombro 

como quien lleva un ramo de sueños. 

Hacías del combate 

un poema de fuego y ternura, 

de esos que sólo los que aman de veras 

pueden sostener entre los dientes.

 

Fuiste compañero. 

Mi hermano. 

Comandante de sueños. 

Tus manos sabían de sembrar 

y también de defender el surco.

 

En un abril te vimos caer 

como cae una estrella   

y sin embargo, el campo no se apagó. 

Tu cuerpo, aún caliente, 

guardaba el calor del mundo.

 

Te nombro ahora 

cuando el mundo parece olvidar. 

Te nombro porque aún crece 

la esperanza en mi lengua 

como un brote que no se deja morir. 

 

Te nombro porque el amor por esta patria 

es también una forma de continuar tu pelea. 

De escribirte con el compromiso vivo. 

De darte, en abril, 

esta flor de palabras, 

esta memoria que florece 

donde tu sangre tocó la tierra.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 

Comandante Carlos Pizarro, Santo Domingo Cauca 

domingo, 6 de abril de 2025

EL CUARTO CONTIGO


Aquella noche, en la ciudad de los manglares quietos y los relojes descompuestos, habíamos terminado la jornada con más cansancio que gloria. Una convención de ideas insomnes y papeles inútiles. Volví al hotel con la fatiga adherida al cuerpo como una segunda piel. La llave de la habitación tenía el número 217, pero el conserje- un tipo escurridizo que parecía salido de una novela de piratas- me advirtió con un gesto torcido que habían unido habitaciones por error. No protesté. Estaba demasiado rendido para la burocracia.

 

Empujé la puerta con el codo, cargado de informes y bostezos. Adentro, la luz era tenue, casi eucarística. Entonces la vi.

 

Dormía en la cama de al lado como una criatura del bosque, rendida al hechizo de las sábanas blancas. El cabello revuelto sobre la almohada, los pies desnudos asomando apenas, como si huyeran de un sueño. Al cerrar los ojos percibí el olor del viento, mezclado con el perfume de su piel, que flotaba tibio, dulce, inevitable.

 

Ahí estaba la piel.

 

La pulpa, blanda, dulce y jugosa, como fruta recién caída del árbol del Edén. Después del primer beso- sí, el que aún no había dado pero ya sentía en los labios- una dulce sensación cruzó por mi garganta. Me senté al filo de mi cama, sin saber si era fiebre o locura. Ella se movió, apenas, murmuró algo. ¿Qué hora es?, preguntó con un hilo de voz, como quien aún sueña.

 

- Son las cuatro de la mañana - le dije, sin pensarlo dos veces.

 

Y entonces lo supe. Había cruzado una frontera invisible. Ella, con el rostro alzado hacia mí, me miró con ojos de selva húmeda. Me observaba con una expresión de ternura y descaro, como un par de luceros en una noche sin luna.

 

Sobre sus rodillas, sus dedos eran finos y suaves. Rozaron mi muñeca con una familiaridad de otras vidas. Agarrado a la correa de mi conciencia, descubrí que la línea entre el deseo y la nostalgia era más delgada que una hebra de su cabello.

 

Justo al empezar, como el flujo y el reflujo de la marea, el deseo se hizo más profundo y acabó sofocando la razón. Su boca subió, mis manos bajaron, la geografía de su cuerpo se desplegó como un mapa que ya había recorrido en sueños.

 

- Vamos bien - susurró.

 

Como el rumor de la lluvia oído largo tiempo atrás, una y otra vez, y otra vez más, y otra… su cuerpo y el mío se fundieron en un ritmo antiguo, como de tambor en víspera de tormenta. Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un déjà vu carnal, un eco de otra existencia.

 

- Repite - le dije mirándola a la cara.

 

Ella sacudió la cabeza, entre risas y jadeos.

 

Y yo supe, en ese instante robado al tiempo, que nada de aquello volvería a repetirse.

 

Porque algunos encuentros no son destino, sino travesuras de la memoria. Y hay noches que se escriben solas, con la tinta invisible del deseo y el pulso tembloroso de lo prohibido.


Jorge Alberto Narváez Ceballos