LA INVASIÓN
"Pase lo que pase, siempre
estaré contigo", le dijo, tomando sus manos. Ella sonrió y asintió,
sabiendo que su amor era una fortaleza inquebrantable.
María Eugenia, estudiante de
derecho, quien se hacía llamar "Manuelita" y era más conocida como
Celia, por eso de Manuelita el ingenio azucarero y el color subido de melanina,
llegó al barrio en taxi. Ya el no subir en bus era raro para el resto de
compañeros que habían llegado en la ruta 5 hasta el paradero ubicado seis
cuadras más abajo o a pie como Marquitos, el chico que se desleía al ver a
Celia y suspiraba cada vez que la escuchaba hablar.
Los siete, cuatro chicos y tres
chicas, se habían unido al EME en las vacaciones del año pasado, cuando en un
campamento estudiantil se toparon con el guajiro. Desde ese momento iniciaron
una militancia de estudio y trabajo popular, de visitas a los barrios más
pobres donde la miseria y la esperanza convivían en un delicado equilibrio.
Organizaban reuniones y hablaban
con los vecinos sobre la importancia de organizarse, de resistir, de no
rendirse ante la opresión. La gente los recibía con respeto y gratitud, pues
sabían que más que combatientes, los muchachos eran símbolos de una lucha justa
y necesaria. En la ladera, donde la ciudad se despide y la montaña comienza, un
lote baldío se convertía en el campo de sueños incumplidos y esperanzas
insurgentes, y era, desde hace unos meses, el motivo de sus continuas visitas.
Primero se trató de revisar el predio, la legalidad del mismo, y la posibilidad
de que el Estado nacional, regional o local pudiera ayudar a estas familias
necesitadas, a lo cual solo puertas se cerraron en sus caras; después de muchos
ires y venires sin solución, decidieron las vías de hecho.
En aquella noche estrellada, bajo
la atenta mirada de la luna, los muchachos del M-19 y los sin techo, familias
errantes en busca de un refugio, se encontraron en aquel pedazo de tierra
olvidada. Comenzaron a construir no solo chozas, sino también una nueva forma
de entender el mundo. Una en la que la justicia no era una promesa lejana, sino
una realidad tangible, construida con manos unidas y corazones valientes. La
noche caía, y con ella, la luna se alzaba como testigo mudo de la gesta. Las
manos ásperas y las miradas firmes construían chozas improvisadas, uniendo
madera, latones y sueños. La fogata central ardía, iluminando rostros marcados
por la lucha y la esperanza. Félix, el músico del grupo, cantaba canciones
viejas y las clásicas protestas, recordando tiempos mejores y anhelando tiempos
nuevos.
Una tarde, durante una redada
inesperada, Celia y Marquitos se encontraron acorralados en una casa de
seguridad. El sonido de las botas militares resonaba en las escaleras, pero en
lugar de sentir miedo, se miraron con una determinación que desafiaba cualquier
adversidad. "No nos rendiremos", le susurró Manuelita a Marquitos. Él
sintió una sensación de alivio porque era la primera vez que ella le hablaba
tan cerca y tan quedo. La miró a los ojos, apretando su mano con fuerza, con
una valentía que solo el amor y la convicción pueden dar. Le dio un beso.
"Pase lo que pase, siempre estaré contigo", le dijo.
El martes 16 de julio murieron
enfrentando a los soldados. Lucharon con todas sus fuerzas, sabiendo que,
aunque sus cuerpos pudieran caer, sus ideales y su amor perdurarían más allá de
cualquier derrota. Nunca se doblegaron. Cuando entraron los oficiales de la
inteligencia militar, no podían creer que esos chicos les hubieran presentado
tanta resistencia.
En la cárcel y los calabozos, los
compañeros recibieron la noticia trágica de su muerte. Su amor y su lucha
sirvieron para permanecer unidos, eternos.
Muchos no lo vieron, pero hoy el
barrio se alza ante la ciudad, con miles de problemas, pero con millones de
esperanzas y la decisión inquebrantable de jugarse la vida por los sueños, con
la dignidad a flor de piel.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario