LA TEORÍA DEL CARACOL
En este mundo donde el tiempo
fluye como un río indomable, algunos se detienen. No por pereza, ni por simple
capricho, sino porque han descubierto un secreto que el mundo rápido ha
olvidado: la belleza del reposo.
En la quietud del amanecer, cuando
el sol apenas acaricia la tierra y el silencio aún reina, esos seres sabios
estiran los brazos, desperezan el alma y saludan al día con un susurro suave,
como si temieran despertar los sueños que aún flotan en el aire. No es una
demora, sino un ritual; no es lentitud, sino un homenaje al tiempo. Porque en
ese instante, al borde de la eternidad, el corazón encuentra su verdadero
latido.
Ellos saben, como lo sabe el
caracol que avanza sin prisa, que no hay necesidad de correr hacia la muerte.
¿Por qué apresurarse hacia el final cuando cada paso puede ser una danza,
cuando cada respiro puede ser un canto? La sabiduría no se mide en la velocidad
de los días, sino en la profundidad de los momentos.
Amo, dicen, lo que el mundo
rápido condena. Amo detenerme, perderme en el tiempo hasta que un minuto se
convierte en un universo. En la libertad del ocio, en la negativa a
apresurarse, hay una alegría que pocos conocen. Y es que, en la lentitud, en el
andar pausado, en la quietud del viento, se encuentra la verdadera esencia de
vivir.
Y así, mientras el mundo corre,
ellos permanecen, saboreando cada instante, tejiendo con calma el hilo de sus
vidas. Porque han comprendido que en la lentitud se esconde la eternidad, y que
el sabor de la vida se encuentra en esos pequeños momentos donde el tiempo se
detiene y el corazón, finalmente, se siente en casa.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
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