El Bailador
En los años finales del siglo
pasado, en mi ciudad salsera a pesar de la niebla y la devoción, apareció un
hombre que rompía con el libreto de los bares y bailaderos de la ciudad. Su
nombre era Álvaro, no era negro de piel brillante como la noche, era mestizo
como casi todos nosotros pelo crespo, estatura media y una sonrisa tan amplia
que parecía querer abarcar el mundo. Llegó desde las tierras heladas del sur,
trayendo consigo el culto por la música que muchos conocíamos y era parte de
nuestros espacios de vida, la salsa.
Alvarito era estudiante de la universidad
de Nariño, y cuando se aperaba de tres rones, se lanzaba al ruedo y en la pista
se convertía en un gigante. Llevaba en sus caderas el ritmo de la salsa, un
ritmo que resonaba con cada paso, con cada giro, con cada movimiento que su
cuerpo hacía. La música no provenía de ningún lugar en particular; salía de él,
de su ser, de su historia, de su sangre.
Nosotros hacíamos la ronda y
quienes no sabían del bailador se quedaban atónitos al verlo. La primera vez
que lo vi bailando, lo hizo al borde de una mesa en el Ecuajey, donde cantaba
su propio son. Allí, un grupo de curiosos se acercó, con los ojos llenos de alegría
y asombro. Al principio, solo se atrevían a mirar, pero poco a poco, el
magnetismo de Alvarito el bailador los atrajo más cerca. Formaron un círculo
alrededor de él, con aplausos tímidos al principio, que luego se convirtieron
en vítores y gritos.
"¡Ese Alvarito sí que tiene
swing!", gritaba la gente mientras lo rodeaban.
Alvarito bailaba con los ojos
cerrados, como si estuviera en otro mundo, uno donde la salsa era el idioma de
los dioses. Sus pies se deslizaban sobre la mesa, dibujando historias
invisibles que solo él entendía. Y mientras giraba y se sacudía al ritmo de la
música que solo él oía, la gente lo aplaudía, lo vitoreaba, se emocionaba con
cada uno de sus pasos, hasta que la madera cedió y con patas y tablón, Alvarito
fue a dar al piso. En esos momentos, apagaron la música y se encendieron las
luces, pero cómo si nada hubiera pasado Alvarito el bailador continuo su trance
tarareando la continuación de la canción. Del fondo del salón emergió la figura
de Danielito Bang, el Dueño del negocio, y detrás de él venía Pacho su
escudero. Los 16 hombres y mujeres salimos en fila a la calle siguiendo la
figura de Alvarito el bailador como los niños de Hamelín tras el flautista.
Pasto no era la ciudad fría y
distante que muchos creían. Se convertía en una fiesta, en un carnaval donde
todos éramos uno, unidos por la magia de un hombre que llevaba la salsa en su
alma, un espíritu del baile que había venido a enseñarles a los pastusos que la
vida podía ser algo más que solemnidad y rezos. Y la siguiente semana estábamos
de nuevo en el Ecuajey con o sin Alvarito, eso sí sin saltar otra vez en las
mesas.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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