1983
Encontré un cofre de latón, de
esos que eran de galletas y que se usan para guardar recuerdos, lleno de las
huellas de mis 14 años. Una docena de calendarios de 1983, chicas, motos,
paisajes, el Che, una colección de figuras del Mundial de 1982: Naranjito la
mascota, Paolo Rossi, Dinosoff, Bruno Conti de Italia, y de Brasil, Toninho
Cerezo, Zico, Sócrates y Falcao. Guardé esos dos equipos, porque aquel partido
entre Italia y Brasil fue una batalla épica, el clímax de un sueño
futbolístico.
En 1983, el viento de agosto
soplaba con una furia desmedida, como ahora, arrancando la ropa de las cuerdas,
mientras una cubeta se deslizaba como un barco de papel sobre el asfalto. Jugábamos
en la calle al tope, la líber, la correa escondida, bolas, trompos, a los tines
y como a eso de las cuatro de la tarde mi mamá, desde la esquina de la casa,
nos llamaba a gritos para tomar café, la señal precisa para entrar y ver al
Capitán Centella en la televisión. En el barrio, decidimos construir la cometa
más grande que jamás se hubiera visto, y en las calles, las montañas de
triturado, el polvo de ladrillo y cemento era un telón constante, porque de
repente, la modernidad había irrumpido en nuestras vidas.
Nosotros aún no conocíamos el
amor. Nos conformábamos con jugar a las cartas, leer revistas de héroes, (descubrimos
los primeros poemas eróticos en una revista del hermano mayor de uno de mis
amigos), y grabar nuestras iniciales en la corteza de los árboles. Había un
pacto tácito entre nosotros: hasta no tener una bicicleta, una carpa y un
perro, permaneceríamos solteros.
Jugábamos a atrapar la luz,
mientras el viento secaba la humedad de nuestros cuerpos. La casa de mis padres
olía a plátanos fritos y humo. Con cada ventana abierta, la distancia entre
nosotros se desvanecía. Mis recuerdos están hechos de pequeñas insignificancias
imposibles de clasificar: figuras de jugadores de fútbol, veinte monedas de
diversas denominaciones, media docena de bolas de cristal, y un saco de botones
desparejados, aunque entre ellos, un broche de madreperla del abrigo azul de mi
tía Elvira se destacaba.
1983 no era un año
particularmente especial en mi vida, hasta que me descubrí que naciste en ese
año. Entonces, todo cobró un nuevo sentido.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario