De Tupamaro a Presidente
"El Pepe" nació en la
pobreza, en una tierra donde la vida era una lucha constante. Hijo de la tierra
y del sol, aprendió desde pequeño que la dignidad no se mide en riquezas, sino
en la capacidad de levantarse después de cada caída.
En su juventud, Mujica tomó las
armas, no por odio, sino por amor a su gente, a su país, a la idea de que otro
mundo era posible. Como tupamaro, vivió en la clandestinidad, persiguiendo
sueños de justicia que lo llevaron a las sombras, a los rincones oscuros donde
la esperanza lucha por sobrevivir.
Pero la vida, esa gran maestra de
ironías, lo llevó de la cárcel, donde la oscuridad lo envolvía en sus
interminables días, hasta la presidencia de Uruguay. El Pepe, que había
conocido el sabor amargo de la tortura y el aislamiento, se convirtió en la voz
de un pueblo, en el presidente que no olvida su pasado, que no reniega de su
historia.
Mujica llegó al poder con la
humildad del que sabe que la vida es un viaje, y que el poder no es más que una
estación en ese camino. Desde su pequeña chagra, con su mate en la mano,
gobernó con el corazón en la tierra y los ojos en el cielo. No quiso lujos, ni
honores, solo quiso ser un hombre entre hombres, un presidente que vivía como
su pueblo, que compartía sus alegrías y sus dolores.
"El Pepe" es la
encarnación de la utopía, no como un sueño inalcanzable, sino como un camino
que se recorre paso a paso, con los pies en el barro y la mirada firme en el
horizonte. Mujica, el presidente que un día fue tupamaro, es la prueba viviente
de que la historia la escriben los que luchan, los que resisten, los que, como
él, nunca dejan de creer en la humanidad.
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
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