Galleros
Cuando era niño, nos fuimos de
paseo de mitad de año a Sandoná, donde el sol parecía nunca caer del todo, el
olor a caña y a leña de las cocinas llenaba el aire, y lo más hermoso eran los
ojos de agua donde íbamos a nadar todas las mañanas. En Sandoná vivía don
Ángel, un hombre de cara curtida por el sol y los años, conocido en todo el
pueblo como el más astuto de los galleros. Era el tipo de hombre que siempre
encontraba la forma de salir adelante, ya fuera con mañas o con trampas bien
calculadas. Sus gallos eran animales de plumajes vistosos y patas atléticas.
Entre ellos, el blanco y rojo de nombre Sultán era su joya más preciada, no
solo por su valor en la pelea y su hermoso caminar, sino porque había ganado
con él la última pelea y, con ella, la casa de la enramada.
Junto a la casa, la vecina Raquel
tenía un gallinero y, por supuesto, un gallo común, nada extraordinario, hasta
que don Ángel, con su habilidad para ver oportunidades donde otros solo veían
desechos, comenzó a transformarlo. Primero lo compró con la excusa más normal:
necesitaba un gallo sparring, un gallo con el cual sus campeones pudieran
entrenar. Lo pintó de un rojo carmesí que brillaba al sol y contrastaba con sus
plumas blancas, le afiló las espuelas con tal precisión que parecían cuchillos,
y le dio un brillo en los ojos que cualquiera hubiese jurado que era de un
campeón. Lo alimentaba con una mezcla secreta de granos y supersticiones,
convencido de que estaba convirtiéndolo en el más feroz de los guerreros
alados, o al menos, en que todos los que lo vieran así lo pensaran. Pero, al
fin y al cabo, era un gallo runa.
Llegó el día del gran torneo en
el pueblo vecino, donde las apuestas se hacían con la vida misma. Don Ángel,
confiado en su obra maestra, apostó hasta el último centavo, seguro de que sus
gallos, bajo su mano experta, barrerían con todos. Los hombres del pueblo lo
miraban con recelo; sabían de sus tretas, pero también sabían que, en esas
tierras, la suerte era tan caprichosa como el viento que barría las calles polvorientas.
Los gallos de don Ángel ganaron
cada una de las peleas iniciales, despachando a sus contrincantes con facilidad
pasmosa. El enfrentamiento final prometía ser tan feroz como una tormenta
tropical. Don Ángel sacó del corral al gallo runa, lo llevó a la pesa y le echó
un soplido de aguardiente bajo las alas. El gallo runa se lanzó al ruedo con la
furia de un animal hambriento. El otro gallo, pese a su resistencia, cayó ante
las espuelas del gallo carmesí. Don Ángel sonreía de forma nerviosa en la
oscuridad de su rostro; ya podía saborear la victoria, la fortuna, el renombre,
pero no fue así.
En el último combate, cuando el runa
enfrentaba al gallo de un forastero con un brillo de misterio en la mirada,
sucedió lo inesperado. El runa ganó, sí, pero fue una victoria amarga, con un
precio que don Ángel nunca había calculado. El gallo runa dejó muerto en el
último ataque, exhausto, con sus plumas rojas desparramadas en la arena
ensangrentada, a su contrincante. Don Ángel lo miró con una mezcla de orgullo y
dolor, consciente de que había ganado la pelea, pero perdido todo lo demás.
Los hombres del pueblo, al ver el
desenlace, reclamaron sus apuestas, exigiendo lo que les correspondía. Don
Ángel había apostado todo al gallo del forastero y ahora, sin sus gallos y sin
su fortuna, tuvo que pagar hasta con las paredes de su casa, quedando con las
manos vacías y un amargo sabor a derrota en la boca. La gloria le duró solo un
suspiro y quedó atrapado en su propia trampa, convertidose en una sombra en la
esquina de la gallera.
Doña Raquel le compró de nuevo el
gallo a don Ángel, y en las tardes contaba la historia de su gallo pintado.
Esta se convirtió en una moraleja para el pueblo, con el triste final de un
vecino que lo había perdido todo. El gallo runa, que alguna vez brilló como un
sol en el ruedo, se convirtió en leyenda, y don Ángel en el ejemplo viviente de
que la astucia a veces puede ser el peor de los castigos. Doña Raquel terminaba
siempre sus relatos con la frase: “Trampa a la cara sale”.
Regresé de vacaciones con una nueva historia y con un aprendizaje de la vida. Además de un profundo respeto por esos animales que dejan sus vidas por la ambición de algunos hombres, por eso cuando me entregaron el escudo de las milicias del M-19, las milicias bolivarianas, con ese escudo del gallo rojo, lo porté con el orgullo del corazón valiente de un campeón y el peso del valor de la palabra.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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