Señora bonita,
No puedo evitar pensar en usted
cada día. El destino, caprichoso como siempre, me negó otra vez la oportunidad
de saludarla, pero mi corazón, terco, se niega a desanimarse. En lugar de
apagarlo, esta ausencia alimenta la llama de mi esperanza, aviva el fuego de mi
deseo de verla, de sentir su presencia cerca, aunque sea por un instante.
Cada vez que nuestras miradas no
se cruzan, me queda una sensación extraña, un vacío que no hiere, sino que aviva.
Ese vacío, lejos de debilitarme, se convierte en el motor que impulsa mis ganas
de esperar, de soñar con el día en que nuestras vidas vuelvan a encontrarse,
como ríos que, tras un largo viaje, se funden en un mismo cauce.
Es curioso, sí, cómo el no verla
se convierte en el mejor pretexto para seguir esperándola, para continuar
imaginando su sonrisa, su voz, su manera de habitar el mundo. Cada instante en
que la pienso, en cada rincón donde la imagino, mi corazón se llena de un
anhelo que crece como una planta en primavera, estirándose hacia la luz de la
esperanza.
Y es que, en el fondo, sé que
este deseo de verla no hace más que aumentar el valor de cada encuentro. Cada
ausencia suya, cada día sin su presencia, es una promesa que se guarda en el
cofre de mis recuerdos, una promesa de que, cuando por fin la vea, ese momento
será aún más especial, más único.
Así que no pierdo la esperanza.
Cada día, mi amor por usted crece, se alimenta de la dulce posibilidad de que
nuestros caminos vuelvan a cruzarse, de que ese próximo encuentro sea la culminación
de todo lo que he soñado.
Con todo mi amor y anhelo,
Jorge Alberto Narváez Ceballos.
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