A Jairo le decían "el maestro," aunque nunca hubiera pisado un aula. ¿Quién necesita títulos cuando conoce el hierro y la grasa como él? En su taller, el golpe del martillo y la música de Héctor Lavoe formaban una sinfonía, el corazón mismo de su existencia. Había nacido en Ipiales, pero llevaba en el Putumayo toda la vida. Aprendió el oficio de su tío, quien lo llevó hasta el puerto para reparar máquinas de la petrolera. Desde entonces, solo conocía de fierros, latonería, mecánica, aceite y pintura. En esa cueva de herramientas, Jairo creía más en las máquinas que en los hombres. Pero las ideas, ah, esas le rondaban desde hacía tiempo, le hervían en la cabeza como el aceite en la olla de su taller, porque además de ser un gran mecánico, era un excelente cocinero.
Era un revolucionario silencioso,
oculto en el monóxido de carbono y el rugido de motores. No era de los que iban
gritando consignas en las plazas ni de los que levantaban el puño en alto. Él
se quedaba ahí, debajo de un jeep, apretando tornillos y soldando piezas. Y
mientras, tramaba su propia guerra. Lo suyo era más visceral, más técnico; era
una causa de tuercas y fierros que iba ensamblando en su mente, en sus sueños
de justicia.
Corría el rumor entre los
mecánicos de la ciudad de que el maestro Jairo tenía algo más que llaves
inglesas en su taller. “Jairo está preparando algo grande,” decían, pero nadie
se atrevía a preguntar qué. Él seguía ahí, imperturbable, con las manos llenas
de grasa y la mirada de acero. Jairo, a pesar de las apariencias, no se quedaba
escondido entre el olor a pintura. Su taller se convertía por las noches en un
laboratorio de resistencia.
Un día llegó el encargo: preparar
un jeep para la toma de Mocoa. Le pidieron armarlo como si fuera una bestia de
combate. Sonrió con esa sonrisa que se le escapaba cuando alguien le pedía algo
fuera de lo cotidiano. Sabía que en su oficio un hombre podía ser más peligroso
con una llave inglesa que con un arma. Armó el jeep con precisión quirúrgica,
le dio peso, potencia y alma. Bajo un manto de hierro, camufló una
ametralladora, oculta como el último truco de un mago que hace desaparecer la
realidad en un segundo.
La toma de Mocoa estaba a la
vuelta de la esquina, y Jairo había cumplido su misión sin preguntas ni
discursos. El jeep salió del taller como una leyenda: sólido, resistente,
imparable, una extensión del propio Jairo, un símbolo del hombre que había
encontrado en la mecánica su verdadera vocación de lucha. Nadie le agradeció,
nadie lo mencionó. Pero al maestro no le importaba. Sabía que, en algún lugar,
su máquina estaría haciendo el trabajo, su trabajo, el verdadero, el que él
había diseñado en el rincón de su taller.
Y al final, Jairo seguía allí, en
su cueva de metal y humo, sabiendo que en cada golpe de martillo, en cada
chispa, en cada giro de llave, estaba el alma de un guerrero silencioso, de un
revolucionario que nunca necesitó más arma que su amor por los fierros. En las
tardes, hablaba con algunos de sus oficiales, contándoles cómo había conocido
al Flaco Bateman una tarde bajo la lluvia. Recordaba cómo el comandante le
había dicho: “Hermano, usted es un verdadero ‘mecánico’." Así llamaban, en
el argot de las guerrillas, a los militantes del M-19: “Los mecánicos.” Y él se
sentía orgulloso de ser un maestro mecánico, en toda le extensión de la palabra.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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