lunes, 4 de noviembre de 2024

NEGRA

 


A sus dieciséis años, ella es una explosión de vida atrapada en el día a día de uniformes escolares y cuadernos llenos de notas dispersas. Ojos cafés, profundos y francos, que no esconden la mezcla de misterio y curiosidad que solo alguien como ella puede transmitir sin esfuerzo. Sus labios carnosos parecen prometer algo más allá de las palabras, como si tuvieran una rebeldía secreta, algo que quiere brotar y morder al mismo tiempo.

 

La piel trigueña se ve perfecta en contraste con el uniforme blanco y azul del colegio, que parece sostener sus propios sueños, los que aún están atrapados entre los muros grises de los pasillos, pero que a veces se escapan en cada paso que ella da, en cada mirada que lanza. Y luego está esa sonrisa, una especie de tormenta dulce que me desarma. Es una sonrisa que parece decir “sígueme”, y al mismo tiempo, “a ver si puedes”, porque, aunque se muestre ligera, tiene una intensidad que arrastra, una fuerza que me deja sin aire y sin lógica.

 

Ella no sabe que la miro, que cada día desde el otro lado del salón me debato entre la valentía y el miedo, pero lo hace con una elegancia inconsciente, como si fuera la musa de una película que solo yo puedo ver. La mujer perfecta en la que pienso cada noche, con su vida sin guiones, y esa pequeña revolución en sus ojos que me invita a seguirle el ritmo.

 

Pero esa tarde la pista de baile se convierte en su territorio. Lleva un jean que se ajusta perfecto, delineando el movimiento de sus caderas, y una camiseta azul celeste que parece bailar junto a ella, adherida a su piel, como si también estuviera atrapada en el hechizo de los timbales. Los acordes de “Magdalena” de La Conspiración resuenan en el aire, y ella cierra los ojos, abandonándose a ese trance que solo el más auténtico y crudo sabor de la salsa brava puede provocar. Baila sola, porque sabe que no necesita a nadie más para entender esa música que la lleva y la arrastra.

 

Desde donde estoy, me quedo embobado, sintiendo cómo se convierte en un latido en mi sangre, como si cada paso, cada giro, fuera una promesa secreta solo para mí. Ella parece no darse cuenta, pero algo en mí quiere creer que sí, que en algún rincón de su conciencia sabe que la estoy mirando y que, aunque no me devuelva la mirada, cada movimiento suyo me atraviesa. Se mueve con esa libertad desquiciada, sin cuidar el ritmo, solo siguiendo los golpes del tambor, del piano, de las congas que le marcan el compás. Parece flotar, como si nada más importara, como si estuviera escapando de algo, o tal vez buscando algo en esa cadencia que la consume.

 

Y yo la siento, como si su danza fuera una corriente que me alcanzara, una especie de onda expansiva que hace que cada nota de la canción se mezcle con mi pulso. La miro y me pierdo. Ella en su baile, yo en su figura, en el brillo de su piel bajo las luces que apenas logran rozarla. Suspiro, y es como si todo el aire del lugar me faltara, como si de repente fuera a desaparecer en su próximo giro. Y ella sigue, sola, imparable, sintiendo la música como una quemadura en cada fibra, y yo, desde aquí, envidio ese sonido, esos timbales que la tocan antes que yo.

 

Es ahí cuando la salsa se convierte en algo sagrado y salvaje, en una ceremonia secreta que ella ha elegido para escapar, para ser ella misma sin el uniforme, sin el aula, sin los códigos de todos los días. Y yo, inmóvil, la siento en mis venas, latiendo en mi pecho, como si cada paso suyo escribiera un mensaje que solo yo pudiera entender. La miro y sé que estoy perdido.

 

Aunque pasaron casi 40 años, de esos días de amor y de guerra, esa imagen me vuelve a la memoria porque no hay otra manera de seguir viviendo sino es a través del sonido de la salsa y del amor a la vida. A dónde quiera que estés, ojalá sigas bailando a ese ritmo a esa frecuencia encendida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


 

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