A sus dieciséis años, ella es una explosión de vida atrapada en el día a día de uniformes escolares y cuadernos llenos de notas dispersas. Ojos cafés, profundos y francos, que no esconden la mezcla de misterio y curiosidad que solo alguien como ella puede transmitir sin esfuerzo. Sus labios carnosos parecen prometer algo más allá de las palabras, como si tuvieran una rebeldía secreta, algo que quiere brotar y morder al mismo tiempo.
La piel trigueña se ve perfecta
en contraste con el uniforme blanco y azul del colegio, que parece sostener sus
propios sueños, los que aún están atrapados entre los muros grises de los
pasillos, pero que a veces se escapan en cada paso que ella da, en cada mirada
que lanza. Y luego está esa sonrisa, una especie de tormenta dulce que me
desarma. Es una sonrisa que parece decir “sígueme”, y al mismo tiempo, “a ver
si puedes”, porque, aunque se muestre ligera, tiene una intensidad que
arrastra, una fuerza que me deja sin aire y sin lógica.
Ella no sabe que la miro, que cada
día desde el otro lado del salón me debato entre la valentía y el miedo, pero
lo hace con una elegancia inconsciente, como si fuera la musa de una película
que solo yo puedo ver. La mujer perfecta en la que pienso cada noche, con su
vida sin guiones, y esa pequeña revolución en sus ojos que me invita a seguirle
el ritmo.
Pero esa tarde la pista de baile
se convierte en su territorio. Lleva un jean que se ajusta perfecto, delineando
el movimiento de sus caderas, y una camiseta azul celeste que parece bailar
junto a ella, adherida a su piel, como si también estuviera atrapada en el
hechizo de los timbales. Los acordes de “Magdalena” de La Conspiración resuenan
en el aire, y ella cierra los ojos, abandonándose a ese trance que solo el más
auténtico y crudo sabor de la salsa brava puede provocar. Baila sola, porque
sabe que no necesita a nadie más para entender esa música que la lleva y la
arrastra.
Desde donde estoy, me quedo
embobado, sintiendo cómo se convierte en un latido en mi sangre, como si cada
paso, cada giro, fuera una promesa secreta solo para mí. Ella parece no darse
cuenta, pero algo en mí quiere creer que sí, que en algún rincón de su
conciencia sabe que la estoy mirando y que, aunque no me devuelva la mirada,
cada movimiento suyo me atraviesa. Se mueve con esa libertad desquiciada, sin
cuidar el ritmo, solo siguiendo los golpes del tambor, del piano, de las congas
que le marcan el compás. Parece flotar, como si nada más importara, como si
estuviera escapando de algo, o tal vez buscando algo en esa cadencia que la
consume.
Y yo la siento, como si su danza
fuera una corriente que me alcanzara, una especie de onda expansiva que hace
que cada nota de la canción se mezcle con mi pulso. La miro y me pierdo. Ella
en su baile, yo en su figura, en el brillo de su piel bajo las luces que apenas
logran rozarla. Suspiro, y es como si todo el aire del lugar me faltara, como
si de repente fuera a desaparecer en su próximo giro. Y ella sigue, sola,
imparable, sintiendo la música como una quemadura en cada fibra, y yo, desde
aquí, envidio ese sonido, esos timbales que la tocan antes que yo.
Es ahí cuando la salsa se
convierte en algo sagrado y salvaje, en una ceremonia secreta que ella ha
elegido para escapar, para ser ella misma sin el uniforme, sin el aula, sin los
códigos de todos los días. Y yo, inmóvil, la siento en mis venas, latiendo en
mi pecho, como si cada paso suyo escribiera un mensaje que solo yo pudiera
entender. La miro y sé que estoy perdido.
Aunque pasaron casi 40 años, de
esos días de amor y de guerra, esa imagen me vuelve a la memoria porque no hay
otra manera de seguir viviendo sino es a través del sonido de la salsa y del
amor a la vida. A dónde quiera que estés, ojalá sigas bailando a ese ritmo a esa
frecuencia encendida.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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