lunes, 25 de noviembre de 2024

LECCIÓN PROHIBIDA

 

La mañana estaba densa, opaca, como si la misma ciudad se preparara para otra clase del profesor Salcedo. En San Ignacio, un colegio de esos donde todo está bien puesto, bien medido, bien pensado, algo no cuadraba. Él no era el tipo de profesor que apenas se limitaba a dar su lección. Esa mañana habló del 70, del fraude, de la ANAPO, de lo que pasó en Colombia cuando los votos no fueron los que tenían que ser. Habló del M-19, de Bateman, de Fayad, de Ospina. De la gente que quería cambiar algo y que por eso se los llevaron. Algo que no se podía decir apenas unos meses después de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá y menos después de los problemas que tuvo el año anterior por hablar de los acontecimientos en Colombia luego del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y haber puesto en entredicho al gobierno por lo sucedido con el dirigente guerrillero Guadalupe Salcedo.

 

Los estudiantes escuchaban, absortos, confundidos, con los ojos muy abiertos. Salcedo no les decía lo que debían pensar. Les daba la base para que pensaran por sí mismos. Les decía que ser un buen estudiante jesuita no era solo sentarse, hacer los ejercicios y callar. Ser un buen estudiante era cuestionarlo todo, incluso el sistema que te lo daba todo, porque solo así uno podía entender la historia, la sociedad y la propia existencia. No lo hacía por ser un revolucionario, lo hacía por ser un hombre de pensamiento crítico.

 

A la mañana siguiente, los padres aparecieron con caras largas, temerosos. "¡Es adoctrinamiento!", gritaban, "¡Los quieren volver comunistas!" “¡nosotros no pagamos un colegio tan caro para que se vuelva subversivos!” ¿Y los chicos? Los chicos, empapados de esa especie de verdad que Salcedo les había dado, tomaron la decisión más rebelde de todas. Se reunieron con el rector. Por primera vez, los chicos del San Ignacio se atrevieron a cuestionar algo. No les importaba que el rector tuviera la cara de siempre, fría, imparcial. Ellos no querían silencio. Querían hablar, discutir, pensar, cuestionar.

 

"Eso es ser un buen jesuita", dijeron con firmeza. "No podemos dejar que nos enseñen a callar cuando hay algo que debemos entender."

 

El rector, quizás abrumado por tanta juventud pensante, aceptó. Salcedo seguiría, porque la verdad y el cuestionamiento eran más importantes que cualquier otro miedo. Y en ese momento, algo cambió. En ese colegio, que parecía tan estático, los estudiantes no solo aprendieron historia. Aprendieron a ser libres.

 

Dos años duró Salcedo dando su clase de historia, hasta que un padre enfurecido le dio el ultimátum: “O te largás del colegio o sales de tu casa con los pies por delante…”. Salcedo prefirió salir del colegio y en su última clase el profesor Salcedo, se levantó frente a la clase y, con una mirada que parecía perforar el tiempo, les dijo:

 

“El autoritarismo no es solo el régimen de un gobierno. Es el miedo que nos paraliza ante las injusticias, es la sumisión ante lo que nos imponen sin que podamos cuestionarlo. El fascismo no viene solo con botas y banderas, viene con las sonrisas amargas de aquellos que nos dicen qué pensar, qué leer, qué decir. Y nosotros, nosotros no podemos permitirlo.

 

La educación debe ser un espacio donde la libertad de pensamiento se nutra y crezca. Los invito a pensar con rigor, con pasión, con independencia. No acepten el silencio, no acepten la imposición. Porque es en el cuestionamiento donde reside la verdad, en la duda donde encontramos los cimientos de nuestra libertad. No permitamos que nos arrebaten ese derecho fundamental: pensar por nosotros mismos. Pero muchachos un padre de familia me dio a elegir entre salir del colegio o salir de mi casa con los pies por delante y prefiero mis pies en su lugar, los voy a extrañar, y espero que ustedes a mi”

 

Y con esas palabras, el aula quedó en un silencio profundo. Salcedo había hablado, pero no solo para defender su enseñanza. Había hablado para sembrar, en cada uno de esos estudiantes, la semilla de la libertad. La lección prohibida quedó marcada en ellos como una herida fresca, una herida que nunca cicatriza.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



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