El patio era nuestro mundo, y
diciembre era el reino. Tierra mojada, el árbol de chilacuanes con pájaros
cantando, el perfume de las flores que caían como si fueran luces hechas de
miel. Pero lo mejor, lo mejor de todo, eran los chilindrines. Porque, quién
puede cantar villancicos con las manos vacías? Nadie. Había que fabricar ruido,
y para eso estaban las tapas de gaseosa.
Primero, la cacería. Íbamos de
tienda en tienda, inventándonos historias para que nos dieran las tapas: que
eran para un experimento del colegio, que las coleccionábamos, que éramos
huérfanos. Las mentiras sabían a gloria cuando conseguíamos suficientes para
llenar los bolsillos. Luego venía el taller: martillo, clavos, mangos de palo
viejo. Los aplastábamos en fila, cada uno como un pequeño sol, y cuando los
girábamos en nuestras manos, brillaban como trofeos.
Había risas, claro. La risa de
diciembre tiene algo diferente, como si viniera de otro lado, más limpio, más
lleno de promesas. Y mientras tanto, el olor. Champús espeso, dulce, perfumado
de naranjo,
cedrón, congona y arrayán, el aire pegajoso que te abrazaba desde la cocina. Buñuelos que
flotaban en aceite hirviendo, redondos y perfectos como si el sol hubiera
decidido bajar al patio. Y las empanadas. Crujientes, doradas, llenas de ese
misterio que solo las manos de la abuela sabían guardar.
Nosotros, niños, éramos los
dueños de todo. Corríamos como locos, como pájaros escapados de una jaula,
dejando nuestras voces rebotar contra las paredes. Nadie nos detenía porque
diciembre era nuestra excusa para todo: para gritar, para saltar sobre los
muebles, para soñar que esa noche nos traerían lo que queríamos, aunque nadie
supiera bien qué era.
La noche buena llegaba despacio,
como un secreto que no querías contar pero tampoco podías guardar. El árbol de
navidad brillaba, la estrella de arriba parecía mirarnos con la misma
expectativa que nosotros teníamos en el pecho. Era como si todo estuviera
esperando que pasara algo, algo grande.
Y ahí, en el calor del patio, en
el crujir de las empanadas, en el brillo de los chilindrines y en las risas que
llenaban la casa, lo entendías: no eran los regalos, ni las luces, ni siquiera
la estrella en el árbol. Era ese momento, esa magia rara que hacía que el mundo
fuera tan grande como el patio y tan dulce como el champús. Esa magia que te
hacía sentir que diciembre era tuyo, solo tuyo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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