En mi pueblo, en mi patria herida,
el horizonte nace con cicatrices de fuego, y bajo el sol de la tarde se levanta
el rastro del jaguar y sobre la piel abierta de mis manos sangran verdades y
silencios.
No hay leyendas, no hay historias,
solo el suelo herido, y la tierra dormida que resiste, que calla en los
márgenes del miedo.
Cada paso, cada golpe, deja su
marca y su eco en los montes; cada recuerdo me empuja hacia el alba, y giro,
como el agua que nunca cesa en su torrente, en su canción triste y profunda.
Yo soy el río que rueda bajo el
cielo pesado, hinchado de viento, cargado con el peso de las lenguas antiguas.
Me llevan las voces que no callan, los nombres olvidados, los rumores de las
montañas y la noche que desciende en sombras.
Mi sangre conoce el canto de esas
aves de colores, sabe el paso del jaguar entre los troncos sombríos y se
adentra, fuerte y callada, como río que no teme al tiempo. Mi alma, como tierra
y como viento, se alza y se desborda en una danza, en una frontera sin fin.
Y sigo el camino que el jaguar me
deja, pisadas de sombra en la jungla de cemento, huellas de selva entre paredes
sin eco. Cruzo avenidas como ríos
callados, con el paso firme, con el pecho desnudo, llevando la selva bajo mi
piel marcada.
Soy la senda que nadie ve, la
raíz indomable que rompe el asfalto, el jaguar que danza entre luces y sombras,
en este bosque sin árboles ni respiro, pero lleno de murmullos, de historias y
de lucha.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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