Era la Semana Santa de 1986, y
Cali estaba en su punto de ebullición entre lo sagrado y lo profano. La ciudad
era un champús de procesiones solemnes mezcladas con rumbas descontroladas. Las
matracas de la Cuaresma competían con los parlantes que escupían salsa,
mientras las velas votivas iluminaban tanto a santos como a pecadores. Para
nosotros, Semana Santa no era para penitencias ni mucho menos para bailar. Era
para entrenar.
Llegamos a la escuela clandestina
uno por uno, con las capuchas puestas, cada quien por su lado, evitando miradas
y con las rutas cambiadas tantas veces que ya ni sabíamos si estábamos en el
norte, el sur o en el mismo infierno. El lugar era una vieja finca en las
afueras, con paredes de tapia pisada y un aire que olía a humedad y sudor
acumulado. Nos recibió un compa del Batallón América, un hombre curtido en
Nicaragua y en las selvas del Caquetá, que nos habló como si estuviera dando
una misa de guerra: política internacional, estrategias de resistencia y, por
supuesto, explosivos. Era un tipo duro, pero con un dejo paternal, que quería
enseñarnos a no volarnos una mano antes de tiempo.
Y allí fue cuando la vi.
Estábamos en círculo, cada uno
presentándose con su chapa. "Sergio", "Bolívar",
"Candela". Yo me quedé con "Marcos", simple y sin
pretensiones. Y entonces le llegó el turno a ella. "Aurora", dijo, y
su voz sonó como si pudiera tumbar muros más rápido que cualquier bomba.
Era un ángel guerrillero: mona,
de ojos tan azules que parecían robados del cielo mismo. Aunque vestía ropa de
tropel - un pantalón ancho y una camiseta que alguna vez fue negra-, no había
forma de esconder esas caderas que parecían esculpidas para la resistencia.
Tenía una sonrisa de esas que te tumban más rápido que una granada. Pero lo que
me remató fue cuando, durante el primer ejercicio de combate cuerpo a cuerpo,
me tocó como pareja. Me miró directo a los ojos y me dijo, con una mezcla de
burla y autoridad:
Si vas a caer, cae con
estilo.
Y claro, caí.
Pasaron los días y los
entrenamientos se convirtieron en mi viacrucis personal. Cada vez que hablaba
en los debates, su voz se me clavaba como una espina. Cada vez que pasaba
cerca, su perfume -una mezcla de sudor, pólvora y flores imaginarias- me dejaba
con las piernas flojas. No me importaba nada más: ni las enseñanzas del
comandante, ni las estrategias de sabotaje, ni siquiera mi propia seguridad. Yo
solo pensaba en Aurora y en cómo sería verla caminar hacia mí sin capuchas, sin
miedo, como dos almas que encontraban su revolución en un beso.
El sábado santo nos reunieron
para despedirnos. El compa del Batallón América nos asignó las misiones que
vendrían y, como siempre, insistió en la disciplina. Fue entonces cuando ella
se levantó y, con la misma voz que me tenía hipnotizado, dijo que tenía que
partir con el comandante a una misión especial. "Una pareja
perfecta", pensé con un nudo en el estómago.
Esa noche, mientras la veía
partir en un Jeep más viejo que antiguo, con el pelo recogido y su mochila al
hombro, entendí que mi amor por ella no era más que otra causa perdida. Era mi
Semana Santa, mi viacrucis, mi propia procesión de heridas sin sanar.
Regresé a la ciudad con el
corazón más pesado que mi mochila, mientras los cohetes de las celebraciones
del Domingo de Pascua retumbaban en el cielo. Sabía que la revolución era mi
destino, pero también sabía que había perdido la guerra más íntima de
todas.
Y así quedó Aurora: como un
susurro de pólvora y sueños de amor, una llama que abrigó mi corazón a pesar de
su partida. Un amor más parecido a las películas que pasábamos en el cine-arte
de la universidad cada miércoles, como Casablanca o Amor y Anarquía:
inalcanzable, con lágrimas y todo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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