Y entonces, ¿dónde te fuiste?
Dejaste el aire detenido, como si el viento hubiera perdido la memoria de sus
pasos. Dejaste un eco hueco, un hueco que antes era morada de mis palabras
alegres, esas que brotaban como soles pequeños en tu pecho. Ahora son polvo
disperso en la mesa del tiempo, cenizas que mis manos inútilmente tratan de
reunir.
¿Dónde quedó mi sonrisa? Esa que
iluminaba los rincones más oscuros de tu mundo, esa que ahora tiembla, oculta,
en los márgenes de mi reflejo. La busco en los espejos y solo encuentro rostros
que no nos conocen, rostros que ignoran el idioma que inventamos.
¿Y los sueños? Esos que tejimos
con la delicadeza de quienes saben que la madrugada no regresa. Se han
escapado, como hilos sueltos, como barcos que naufragan en los laberintos del
tiempo. Ahora son suspiros que mueren antes de ser oídos, promesas que se
ahogan en el río de los días sin tu risa.
Te fuiste. Y contigo se fue el
latido que marcaba el compás de mis horas. Lo dejaste todo en un lugar que
duele. ¿Dónde, sino en el olvido? Ese olvido que no es ausencia, sino carga. Un
peso frío, como una piedra que se hunde despacio en el centro del pecho, recordando
siempre lo que no volverá.
Tal vez, pienso a veces, no te
fuiste del todo. Quizás habitas, agazapada, en los rincones más oscuros de mi
silencio. Allí estás, como un susurro que duele pronunciar, como un nombre que
se niega a irse porque sabe que la memoria, aunque duela, también ama.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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