Sus dedos rozan mi piel y el
mundo, obediente, se calla. No hay ciudades, no hay semáforos, no hay relojes.
Solo su respiración que me llega en ráfagas y me hace cerrar los ojos, el eco
de su aliento resbalando en mi cuello, como un verso que se dice en otro
idioma, en uno que solo entienden las pieles que se buscan. Entonces el amor es
eso, un eco caliente en el cuello, un verso que no necesita palabras.
Nos reiremos de esto algún día,
si es que algún día dejamos de arder. Porque este amor no sabe quedarse quieto.
Se escapa por los poros, se confunde con la hierba, se alimenta de pretextos
absurdos para seguir creciendo. Es un amor que no pide permiso, que se suelta
de las manos y se convierte en lluvia, en viento, en carcajada suelta en medio
de un aguacero.
Y cuando me besa, el mundo olvida
su nombre. Y cuando la acaricio, la tierra cambia de eje. Y cuando nos miramos,
ya no hay dos, hay un vértigo, hay un abismo. Es cosa de locos. Da miedo, sí.
Pero qué importa el miedo cuando vivir sin esto sería como morirse en cámara
lenta.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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