Unos minutos antes, entre la
multitud que hacía fila en el banco, Camilo había repasado cada detalle del
plan. Sus compañeros estaban en sus posiciones. No había margen de error. La
disciplina del M-19 lo había preparado para esto, y sin embargo, sintió algo
extraño en el aire, un presagio en la piel.
Contuvo un instante la
respiración.
Aterrado, sintió que la confusión
empezaba a horadar su temple cuando, entre los clientes, la vio.
La divisaba al pie de una columna
y, abriéndose paso con los codos, trató de convencerse de que era una
alucinación. Pero no. Era Lucía. Su Lucía. La de los paseos en bicicleta, la de
las cartas escondidas entre los libros de derecho, la que lo esperaba sin saber
que él había dejado de ser un estudiante común para convertirse en un
combatiente de la causa.
¿Cómo iba a saber que ella iba a
venir al mismo banco?
Miró de soslayo alrededor. Sus
compañeros, enmascarados, ya tenían controlada la sala. Un grito de mando lo
devolvió a la realidad.
- ¡Todos al suelo!
Ella lo descubrió de inmediato,
por sus zapatos cafés y esa mancha de pintura blanca en el jean, casi
imperceptible, pero no para ella.
Él sintió un nudo en la garganta.
No hay más remedio. Tengo que hacerlo.
Lentamente fue estirando su mano
izquierda hasta tocarla, con la intención de empujarla hacia un lado,
protegerla, decirle algo. Pero Lucía, sin entender aún lo que pasaba, se le
quedó mirando con los ojos desorbitados, como si el amor y el espanto fueran la
misma cosa.
Hace un rato, al llegar a la
avenida, sintió el bullicio de la gente que seguía en el parque, ajena al
drama.
Y antes todavía, en la iglesia,
cuando ella le preguntaba si estaba en algo raro, él lo había negado con una
sonrisa. "Nada, solo ando ocupado".
Pero ahora lo entendía: era
imposible esconder una vida doble sin que la realidad se encargara de
revelarla.
Un disparo rompió el silencio.
Luego otro. Y otro.
Sin embargo, siguió hablando,
dificultosamente, con grandes intervalos, mientras caía de rodillas.
Una correntada cálida, violenta,
lo invadió y se sintió herido, atontado.
Lo último que vio en su carrera
por una vida más justa fue el rostro de Lucía, con la boca entreabierta y las
lágrimas resbalando sin sonido, mientras el tiempo se le escapaba entre los
dedos como arena.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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