domingo, 23 de marzo de 2025

EXCEPCIONAL


A sus sesenta y dos años, ya no creía en el amor. No porque nunca lo hubiera encontrado, sino porque lo había encontrado demasiadas veces. Lo tuvo en los brazos de una mujer de labios marchitos en una plaza de Cartagena, en los ojos verdes de una viuda que le enseñó a leer poesía bajo un árbol de guayacán en Medellín, en el aliento dulce de una joven que le susurró promesas en francés mientras el tren partía. Lo tuvo tantas veces que un día despertó convencido de que el amor verdadero no existía, que no era más que un espejismo del deseo o una enfermedad pasajera de la sangre.

 

"Aunque a veces me pierdo en las palabras, aunque sé que no hablo tan bien como pienso, algo en mí entiende que no hay fórmula mágica, ni trucos secretos, ni atajos escondidos para encontrar el amor", se decía cada noche, mientras la soledad le acomodaba la almohada. 

 

Vivía en una casa con olor a naftalina, rodeado de relojes que nunca coincidían en la hora exacta. Sus recuerdos eran su única compañía. Las cartas de viejos amores, amarillentas y deshechas por el tiempo, dormían en un baúl junto a pañuelos perfumados y fotografías de mujeres que hacía décadas habían dejado de pronunciar su nombre. 

 

Pero entonces llegó ella. 

 

Ya no era joven, pero seguía siendo hermosa, tal vez más hermosa que cuando le tomaron la fotografía de su cedula, que él miró por casualidad la tarde en que le pidió el favor de sacarle una copia al documento. No tenía el porte de una musa de leyenda, pero le sonrió, y eso fue suficiente. Era una mujer con el cabello enredado por el viento y una voz quebrada por las despedidas. Se cruzaron en la panadería, en un mercado de domingo, y él, que siempre había sido maestro en el arte de las conquistas fugaces, no supo qué decir. No era un amor de urgencia ni una pasión devoradora. Era una presencia serena, como un barco que llega al puerto después de muchas tormentas. 

 

Una tarde, mientras la observaba elegir naranjas en la plaza, entendió lo que nunca antes había comprendido: el amor no era un rompecabezas perfecto, donde las piezas encajan sin esfuerzo. Era más bien un caos hermoso, un mapa trazado con líneas torcidas, con rutas que se cruzan por azar o por destino. 

 

No bastaba con ser parecidos en la forma de pensar. No bastaba con compartir gustos, ni libros, ni canciones. No bastaba con decir "somos compatibles" y quedarse quieto. 

 

El amor era otra cosa. 

 

Era mirarse al filo de la luna y saber que el tiempo ya no pesa. Era perfume, palabras que marcan, roces que se quedan en las manos como cicatrices suaves. Era el sacrilegio de olvidar el miedo y saltar sin red.  El cuento, para hacerlo más corto, era descubrir un ser excepcional. Porque el amor verdadero no se deja atrapar en una receta. Se trata, precisamente, de eso: de excepciones. 

 

No, el amor verdadero era algo más sublime. Era brillante y espléndida locura. Y, sencillamente, ella era excepcional, esa era la única verdad. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Fotografía de Fabio Martínez https://www.facebook.com/photo/?fbid=779576763565015&set=a.453636804827571

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