"Aunque a veces me pierdo en las palabras,
aunque sé que no hablo tan bien como pienso, algo en mí entiende que no hay
fórmula mágica, ni trucos secretos, ni atajos escondidos para encontrar el
amor", se decía cada noche, mientras la soledad le acomodaba la
almohada.
Vivía en una casa con olor a naftalina, rodeado
de relojes que nunca coincidían en la hora exacta. Sus recuerdos eran su única
compañía. Las cartas de viejos amores, amarillentas y deshechas por el tiempo,
dormían en un baúl junto a pañuelos perfumados y fotografías de mujeres que
hacía décadas habían dejado de pronunciar su nombre.
Pero entonces llegó ella.
Ya no era joven, pero seguía siendo hermosa,
tal vez más hermosa que cuando le tomaron la fotografía de su cedula, que él
miró por casualidad la tarde en que le pidió el favor de sacarle una copia al
documento. No tenía el porte de una musa de leyenda, pero le sonrió, y eso fue
suficiente. Era una mujer con el cabello enredado por el viento y una voz
quebrada por las despedidas. Se cruzaron en la panadería, en un mercado de
domingo, y él, que siempre había sido maestro en el arte de las conquistas
fugaces, no supo qué decir. No era un amor de urgencia ni una pasión
devoradora. Era una presencia serena, como un barco que llega al puerto después
de muchas tormentas.
Una tarde, mientras la observaba elegir
naranjas en la plaza, entendió lo que nunca antes había comprendido: el amor no
era un rompecabezas perfecto, donde las piezas encajan sin esfuerzo. Era más
bien un caos hermoso, un mapa trazado con líneas torcidas, con rutas que se
cruzan por azar o por destino.
No bastaba con ser parecidos en la forma de
pensar. No bastaba con compartir gustos, ni libros, ni canciones. No bastaba
con decir "somos compatibles" y quedarse quieto.
El amor era otra cosa.
Era mirarse al filo de la luna y saber que el
tiempo ya no pesa. Era perfume, palabras que marcan, roces que se quedan en las
manos como cicatrices suaves. Era el sacrilegio de olvidar el miedo y saltar
sin red. El cuento, para hacerlo más
corto, era descubrir un ser excepcional. Porque el amor verdadero no se deja
atrapar en una receta. Se trata, precisamente, de eso: de excepciones.
No, el amor verdadero era algo más sublime. Era
brillante y espléndida locura. Y, sencillamente, ella era excepcional, esa era
la única verdad.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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