El viejo militante del M-19 encendió un cigarrillo con la parsimonia de quien ha aprendido a medir el tiempo. Miró al muchacho con una mezcla de ternura y desengaño. No se parecían en nada. El joven vestía una chaqueta con la hoz y el martillo bordados con orgullo, hablaba de revolución con las manos impacientes y la voz sin fisuras. El otro, más cerca de los setenta que de los sesenta, tenía los ojos de quien ha visto demasiado y un mapa de cicatrices en las manos.
—Lo mataron a los treinta y ocho —dijo sin necesidad de mencionar un nombre.
El joven asintió. Lo había leído, lo había visto en fotos, lo había discutido en asambleas, pero nunca lo escuchó hablar ni lo vio sonreír.
—Nosotros lo conocimos, lo oímos, algunos hasta lo abrazamos —continuó el excombatiente, exhalando el humo con algo que podía ser tristeza o resignación—. Ustedes perdieron más; al menos nosotros lo tuvimos un rato.
El joven apartó la mirada, incómodo. La historia siempre era la misma: la de los derrotados recordando sus días de furia como si hubieran sido victorias. Pero él no estaba allí para discutir el pasado, sino el futuro.
—La democracia plena que ustedes defendieron se vendió demasiado rápido —dijo, cruzando los brazos—. Nosotros todavía creemos en la revolución.
El viejo sonrió con desgano y sacudió la cabeza.
—Hicimos lo que pudimos, ¿o no? Sabíamos que estos eran desenlaces posibles. Algunos murieron, otros firmaron la paz, algunos están en el Congreso y otros, como yo, seguimos aquí, entre la lucha y el agobio.
El joven no contestó de inmediato. Esperaba argumentos, citas de Marx o de Lenin, pero no esa confesión despojada de épica. El silencio pesó entre los dos, como un tiempo suspendido en la brisa de la tarde.
—No soporto ni el dolor ni la alegría planificados, obligatorios por decreto, con fecha fija —continuó el exguerrillero—. Ni siquiera hemos aprendido a dejar de sentir melancolía. Ni rabia. Pero el recuerdo de Carlos nos hace sentir solidarios, nos convierte en una comunidad de afectos.
El joven apretó los dientes. No quería admitir que el otro tenía razón, no del todo. No quería pensar que todo se resumía en una nostalgia compartida. Así que se aferró a lo que creía.
—La próxima revolución tendrá lugar, lo sabemos. El pueblo lo sabe. Pero en los jóvenes hay una gran frustración con el actual gobierno de Petro, que, en últimas, es el gobierno que planteaba el M-19.
El viejo lo observó con detenimiento, como si buscara en su rostro los ecos de un pasado que se negaba a morir.
—Quizá los jóvenes buscan otro estilo de vida. No creas que la desesperanza es un lema o un emblema de las juventudes. Basta ver cómo cambió el país tras las movilizaciones que iniciaron con el movimiento estudiantil en la década del 2010 y terminaron con el estallido social en 2021, eso no es desesperanza, es furia y la furia es otra cara de la esperanza. Y aunque nosotros también tuvimos sueños, mira que algunos se volvieron realidad.
Hizo una pausa.
—También nos inunda la desesperanza, pero no por el gobierno de Petro, sino por la reacción que debemos impulsar en el pueblo. Más de treinta años de fascismo y exterminio hacen mella. No tenemos el engranaje para responder a la extrema derecha como quisiéramos, pero hay que hacerlo. Hay que recuperar el compromiso de mi generación y el estallido de la tuya. Es cuestión de vida o muerte.
El joven quiso replicar, pero algo en esa última frase se le quedó atascado en la garganta. Su generación: la más preparada de la historia, la más leída, la que más acceso tiene a la información. Pero les falta algo. Quizás, se dijo, era lo que había en los ojos del hombre que tenía enfrente: la certeza de haberlo dado todo, aunque el mundo no se hubiera inclinado a su favor.
El viejo apagó el cigarrillo contra la suela del zapato y miró al joven como si lo viera por primera vez.
—El enemigo es otro. El fascismo sigue allí, acechando. Y nosotros seguimos aquí, dándonos garrote entre luchadores sociales. Con diferencias, sí, pero con la misma causa.
El joven parpadeó. No lo había visto así. Lo miró con otros ojos, como si en esas arrugas y cicatrices estuviera escrita una verdad que había ignorado.
—Al final de la jornada, si no nos unimos, estamos jodidos todos. La tarea de Carlos, igual que la de Bateman y otros cientos de compañeros y compañeras que no llegaron a ser conocidos como ellos, era encontrar el camino para juntarnos en una sola causa, en una sola lucha contra el mismo enemigo. Recuperar el último mandato del EME en armas: “Vida a la Nación, paz a las fuerzas armadas y guerra a la oligarquía”. Las peleas entre nosotros solo benefician a la extrema derecha.
El joven sintió un escalofrío. No era una frase de manual, no era un discurso vacío. Era una verdad como un puño cerrado.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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