Desde que naciste, te prohibieron
los pelos de gato y de perro, los ácaros, el polvo, el polen, los abrazos
demasiado apretados y los helados en invierno. Tu madre decía que tu asma era
caprichosa y que bastaba una brisa sucia para que tu pecho se cerrara como un
puño. Así que creciste sin animales, mirando desde lejos, con una mezcla de
deseo y resignación.
Pero aquel día, cuando salías del
colegio, lo viste. Lo atribuiste a una casualidad, porque así son los gatos:
aparecen cuando quieren. Lo miraste despacio, con esa fascinación tibia de
quien no puede tener lo que quiere. Te acercaste con indiferencia, sin decirle
nada, porque sabías que los gatos no toleran las prisas ni las súplicas.
Simplemente te divertía verlo,
con su pelaje enmarañado, sus ojos de oro viejo y su andar de emperador
destronado. Te recordó a un príncipe que había perdido su corona, pero no su
dignidad. Él también te miró, primero con desconfianza, después con algo
parecido al reconocimiento. Y de cuando en cuando, cuando pensabas que ya te
había olvidado, volvía a aparecer en tu camino.
Al principio, fue un juego. Un
día él te seguía, al otro tú lo buscabas. A veces lo encontrabas dormitando en
un muro, otras veces acechando un pájaro que nunca cazaba. Cada tanto elegía el
lugar y te esperaba, como si estuviera midiendo tu lealtad.
Así, poco a poco, se instalaron
el uno en la rutina del otro. Y aunque tu madre insistía en que un gato o un
perro eran imposibles en tu casa, él no le preguntó su opinión. Llegó una
tarde, caminó con la seguridad de quien ha tomado una decisión y se sentó en la
puerta de tu casa, mirándote.
Ese día entendiste que no eras tú
quien lo había elegido. Él, con su paciencia de siglos, había esperado el
tiempo suficiente, y entonces más sigiloso, más bello, así como cuando el
principito domesticaba al zorro, decidió que era hora de adoptar su primera
humana.
Desde entonces, todos asumimos
que era parte de la familia.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario