lunes, 10 de marzo de 2025

LA RETAGUARDIA


En un bar de la Avenida Jiménez, donde la música de Richie Ray y Bobby Cruz se mezclaba con el murmullo de conversaciones clandestinas, un hombre estaba bebiendo ron bajo la luz temblorosa de una lámpara amarilla. A su lado, sentadas, había dos mujeres jóvenes. Una de ellas era claramente una estudiante universitaria; la otra, morena y con el monte pegado a la piel, tenía una mirada curtida por la intemperie. No parecía distinto de los demás, salvo por la forma en que sus ojos atravesaban el humo del cigarro y se posaban en la puerta, como si esperara una señal que solo él comprendería. 

 

El hombre esperado entró y se presentó con un apretón de manos firme, pero su nombre se perdió en el ruido del piano y los timbales. Lo conoció selva adentro, entre el frío de la madrugada y el olor a pólvora, cuando todavía no sabían si los perseguía el ejército o su propio destino. Ahora lo tenía enfrente, con una sonrisa apenas dibujada y una orden que sabía a compromiso y esperanza. 

 

—Compartiendo el peligro, el hambre y el miedo —dijo el recién llegado, sirviéndoles otro trago—, uno termina entendiendo que luchar es más que eso. 

 

Respondía así a la pregunta que una de ellas hizo para romper el hielo. 

 

En la mesa, entre los vasos de ron y las cenizas acumuladas, estaba el croquis de la retaguardia en Nariño. Líneas azules señalaban rutas de escape; puntos rojos, los escondites; y una estrella negra marcaba el lugar donde todo debía empezar con una caleta. Afuera llovía con desgano, como si la ciudad también conspirara en su favor. 

 

—Viene un cargamento de fierros desde el sur —dijo el veterano, señalando la estrella con la yema del dedo—. Era eso lo que yo quería decirte. 

 

Bailaron un par de canciones para no llamar la atención. Los cuerpos se mecían en la pista con la despreocupación de quien no sabe si verá el amanecer. Vivir gozando con alegría y pasión, como si la guerra y la vida fueran dos caras de la misma moneda lanzada al aire. 

 

Cuando el reloj marcó la hora acordada, se marcharon en silencio. Afuera, el viento arrastraba el eco de la música, y la ciudad, indiferente a sus conspiraciones, seguía bailando. 

 

A las dos de la mañana, él ya estaba montado en un bus rumbo a Cali. Desde allí partiría a Ipiales a montar el operativo para respaldar al Batallón América. 


Jorge Alberto Narváez Ceballos 



 

 

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