En un bar de la Avenida Jiménez, donde la música de Richie Ray y Bobby Cruz se mezclaba con el murmullo de conversaciones clandestinas, un hombre estaba bebiendo ron bajo la luz temblorosa de una lámpara amarilla. A su lado, sentadas, había dos mujeres jóvenes. Una de ellas era claramente una estudiante universitaria; la otra, morena y con el monte pegado a la piel, tenía una mirada curtida por la intemperie. No parecía distinto de los demás, salvo por la forma en que sus ojos atravesaban el humo del cigarro y se posaban en la puerta, como si esperara una señal que solo él comprendería.
El hombre esperado entró y se
presentó con un apretón de manos firme, pero su nombre se perdió en el ruido
del piano y los timbales. Lo conoció selva adentro, entre el frío de la
madrugada y el olor a pólvora, cuando todavía no sabían si los perseguía el
ejército o su propio destino. Ahora lo tenía enfrente, con una sonrisa apenas
dibujada y una orden que sabía a compromiso y esperanza.
—Compartiendo el peligro, el
hambre y el miedo —dijo el recién llegado, sirviéndoles otro trago—, uno
termina entendiendo que luchar es más que eso.
Respondía así a la pregunta que
una de ellas hizo para romper el hielo.
En la mesa, entre los vasos de
ron y las cenizas acumuladas, estaba el croquis de la retaguardia en Nariño.
Líneas azules señalaban rutas de escape; puntos rojos, los escondites; y una
estrella negra marcaba el lugar donde todo debía empezar con una caleta. Afuera
llovía con desgano, como si la ciudad también conspirara en su favor.
—Viene un cargamento de fierros
desde el sur —dijo el veterano, señalando la estrella con la yema del dedo—. Era
eso lo que yo quería decirte.
Bailaron un par de canciones para
no llamar la atención. Los cuerpos se mecían en la pista con la despreocupación
de quien no sabe si verá el amanecer. Vivir gozando con alegría y pasión, como
si la guerra y la vida fueran dos caras de la misma moneda lanzada al
aire.
Cuando el reloj marcó la hora
acordada, se marcharon en silencio. Afuera, el viento arrastraba el eco de la
música, y la ciudad, indiferente a sus conspiraciones, seguía bailando.
A las dos de la mañana, él ya
estaba montado en un bus rumbo a Cali. Desde allí partiría a Ipiales a montar
el operativo para respaldar al Batallón América.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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