Era como la última hormiga de la hilera. Caminaba al ritmo lento de la jornada, pero jamás se quejaba. Tarareaba, casi en silencio, una canción de Víctor Jara. Todos la veían, porque su cara de niña era imposible de pasar por alto.
La escuadra avanzaba en línea. El
sol apenas empezaba a cubrir el filo de la montaña, aún libre, aún
intacto.
Ella pensaba en lo hermoso de ese
amanecer. En su casa, en el aroma del café que su madre preparaba antes del
alba, en la risa de sus hermanos. Pensaba que, a pesar de la guerra, aún
quedaban amaneceres que no podían ensuciarse con la muerte. En el transcurrir
de sus pensamientos avanzó con rapidez y de pronto se vio al principio de la
columna.
Entonces, alguien gritó:
—¡Campo minado!
Se quedó inmóvil durante unos
segundos.
Retrocedió, luego se detuvo.
Después de una momentánea determinación,
dio un paso más.
El movimiento fue demasiado
rápido. Bajo sus botas, el suelo respondió con un chasquido seco.
El comandante lo entendió en el
acto. No pensó, corrió hacia ella con la certeza inútil de salvarla.
Hubo una leve corriente de aire,
como si alguien hubiera soplado.
Ella cayó de espaldas. Pero no lo
miró.
Respiró profundamente.
Recordó cuando era niña, cuando
una hormiga daba vueltas en la mesa de la cocina y ella la observaba, esperando
paciente a que llegara al filo. Entonces la sopló con fuerza.
Así mismo sintió que la
soplaron.
Y todo se apagó de repente.
En la montaña solo quedó el eco
de la explosión, y el amanecer se manchó de pólvora.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario