martes, 25 de marzo de 2025

LA ÚLTIMA HORMIGA

Era como la última hormiga de la hilera. Caminaba al ritmo lento de la jornada, pero jamás se quejaba. Tarareaba, casi en silencio, una canción de Víctor Jara. Todos la veían, porque su cara de niña era imposible de pasar por alto. 

 

La escuadra avanzaba en línea. El sol apenas empezaba a cubrir el filo de la montaña, aún libre, aún intacto. 

 

Ella pensaba en lo hermoso de ese amanecer. En su casa, en el aroma del café que su madre preparaba antes del alba, en la risa de sus hermanos. Pensaba que, a pesar de la guerra, aún quedaban amaneceres que no podían ensuciarse con la muerte. En el transcurrir de sus pensamientos avanzó con rapidez y de pronto se vio al principio de la columna.

 

Entonces, alguien gritó: 

 

—¡Campo minado! 

 

Se quedó inmóvil durante unos segundos. 

 

Retrocedió, luego se detuvo. 

 

Después de una momentánea determinación, dio un paso más. 

 

El movimiento fue demasiado rápido. Bajo sus botas, el suelo respondió con un chasquido seco. 

 

El comandante lo entendió en el acto. No pensó, corrió hacia ella con la certeza inútil de salvarla. 

 

Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. 

 

Ella cayó de espaldas. Pero no lo miró. 

 

Respiró profundamente. 

 

Recordó cuando era niña, cuando una hormiga daba vueltas en la mesa de la cocina y ella la observaba, esperando paciente a que llegara al filo. Entonces la sopló con fuerza. 

 

Así mismo sintió que la soplaron. 

 

Y todo se apagó de repente. 

 

En la montaña solo quedó el eco de la explosión, y el amanecer se manchó de pólvora. 

 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos




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