La ventana está abierta, pero el
viento no entra. Se queda ahí, espiando desde el umbral, es apenas una caricia
en la piel. Afuera, el aguacero aún no nace, pero ya lo presiente la tierra,
que se arquea y respira hondo. En el aire flota el olor de la lluvia antes de
la lluvia, la promesa húmeda que enreda los sentidos.
Estoy aquí, mirando sin mirar,
atrapado en la espera de un cielo que se quiebra, de una tormenta que todavía
no sabe si caer o quedarse suspendida. Como aquel instante, como tu boca entreabierta
antes de la risa, como tus ojos encendidos en la penumbra del cuarto desordenado.
Y ahí estás otra vez: tus manos
sobre mi pecho, la sábana aferrándose a tu espalda, la piel tibia, tranquila,
dueña del tiempo. Te busco en ese instante detenido, en la risa que se enciende
y se apaga, en la forma en que nuestras caras se encontraban en la almohada,
donde el silencio era un idioma y el descanso una celebración.
Te pasaba la mano por la cara y
sonreías sin abrir los ojos. Éramos felices y no lo sabíamos.
El aire pesa, el aguacero todavía
duda. Suspira el cielo, como yo. Afuera, las nubes oscurecen el mundo, pero las
gotas siguen aferradas a su vértigo, todavía negándose a la caída.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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