Recuerdo que cuando era niño, me
fascinaba la idea de ser guerrillero. No tenía ni idea de lo que realmente
significaba. Quizás era el romanticismo de la lucha armada, la adrenalina de la
clandestinidad, o simplemente el deseo de pertenecer a algo más grande. Pero,
claro, uno se enamora de esas ideas cuando está lejos de la realidad. La guerra
se veía como una lucha justa, donde uno se levantaba contra el sistema,
defendía a los suyos, e incluso veía la vida como una película de acción. Así
era yo, idealizando el combate, sin saber que en la guerra no hay héroes, solo
hombres rotos, con más heridas internas que físicas.
El M-19 me arrastró a su causa
justo cuando egresé de la facultad de Medicina. Primero, me sumergí por
ideales: la lucha contra la opresión, la necesidad de cambiar el país. Luego,
fue por necesidad: el sistema no da cabida a los que no tienen nada que perder.
Y sin quererlo, caí en la rutina de las acciones clandestinas, la violencia
estructural, la acumulación de rabia contra aquellos que nos despojaban de lo
poco que teníamos. De apoyo y simpatizante, pasé a guerrillero urbano. Pasé a
ser parte de algo más profundo, más visceral. Vivía entre las sombras, mi vida
dividida entre ser Alejandro, el joven con sueños de revolucionario que iba a
ser médico muy pronto, y ser el compañero Marcos, un hombre con un fierro en la
mano y el corazón lleno de contradicciones.
Pero todo cambió el día que la
vi.
Era una tarde calurosa de
diciembre, una de esas tardes pesadas, donde el calor se te mete en los huesos.
Martha llegó desde el campo, de las montañas del sur. Con su piel curtida y su
cuerpo marcado por la lucha rural, parecía de otro mundo, tan diferente a las
ciudades que me habían formado, tan lejana a mi vida de urbanita que, aunque me
consideraba parte de la resistencia, no sabía nada de la guerra que se vivía en
los montes.
Estaba herida, como casi todos
los que llegaban a la casa. Un disparo en el pecho, otro en el brazo. La sangre
se escurría de sus vendas y su respiración era corta, entrecortada por el
dolor. Yo, que ya había atendido a muchos guerrilleros heridos, me sentí
extraño ante ella, como si la muerte misma estuviera rondando y, por alguna
razón, no quería que se la llevara. Mientras mis manos trabajaban sin descanso,
mi mente estaba en otro sitio. Al principio, no la vi como mujer, solo como una
herida más, una víctima del conflicto. Pero después, mientras la entubaba,
mientras le hacía las suturas, nuestras manos se rozaron y fue como si algo se
hubiera encendido dentro de mí.
Una guerra de sentidos. No sé
cuándo fue que mis ojos dejaron de verla como paciente. Ella, con su piel
morena, sus ojos grandes llenos de dolor y coraje, me desarmó. No era una
guerrillera cualquiera, ni una simple combatiente del monte. Era una mujer hermosa,
llena de historias, de lucha, de sacrificio, de vida. Su voz, quebrada por la
fiebre y la sangre, me decía cosas que no comprendía, pero que mi corazón
sentía como propias.
El amor en medio de la guerra es
un absurdo, una contradicción, lo sé. No puedes amar en un espacio donde el
miedo estorba, donde los que mueren dejan una brecha, un halo que te acompaña
siempre. Pero Martha era algo más. Era la razón por la cual quería dejar todo:
salir de la guerra, de la violencia, y construir algo real, algo tangible.
Aunque mi cabeza me gritaba que eso era un lujo que un guerrillero no podía
permitirse, mi corazón se lanzaba a los brazos de ella sin pensarlo.
Después de ese encuentro, ya no
volví a ser el mismo. Empecé a dudar, a pensar en lo que realmente quería: ser
el hombre que luchaba desde la sombra o el hombre que podía amar sin miedo.
Martha y yo nos fuimos a las mismas montañas, a luchar, pero ahora en ellas
había un amor que no tenía cabida en la ciudad, un amor que no podría
sobrevivir si no era a costa de todo ese ideal.
Al principio, Martha pensaba que
era otro de esos hombres que venían y se iban, que la guerra nos despojaba de
los sentimientos. Pero no, no fue así. Algo en sus ojos me dijo que, como yo,
ella también había llegado a un punto donde todo lo demás perdía sentido. Y no
importaba si la lucha seguía o no, lo único que importaba era esa conexión que
compartíamos: un amor nacido en la sombra, un amor guerrillero, pero humano al
fin.
Me alejé de la ciudad, dejé atrás
la vida que conocía. Dejé que Martha me llevara a ese lugar en el que todo
parecía más sencillo, donde los sueños no eran solo balas, donde el futuro no
se medía en victorias o derrotas, sino en el amor que le pones a la vida. Y
aunque la guerra no deja de acechar, cuando estás con la persona que amas, todo
lo demás pierde importancia.
¿Saben?, del día que subí a la
montaña al día que dejamos las armas, pasaron 11 meses. Afortunadamente,
entramos prácticamente en el proceso de paz, por eso ahora puedo contarles
esto. Tal vez si no hubiera sido así, nos habríamos desertado. Fue una
decisión, una urgencia. Amar fue la única decisión que tomamos juntos y que
seguimos conservando hasta estos días. Fue entender, en la vida real, la frase
de Silvio Rodríguez, esa que dice: "Solo el amor convierte en milagro el
barro".
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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