Una charla con mamá...
En la sala pequeña de nuestra casa, el reloj marcaba las ocho y
media. La noche estaba húmeda, y la luz amarillenta de la lámpara daba a la
habitación un aire íntimo, casi clandestino. Mamá había hecho café, su ritual
para las conversaciones importantes. Yo la miraba desde el sofá, con mis jeans
rotos y el cabello suelto, intentando entender cómo se sentía vivir algo tan
grande como una militancia.
-Entonces, mamá, ¿Cómo era? ¿Cómo era estar en el EME? -le
pregunté, con más curiosidad que juicio.
Ella sonrió, una sonrisa mezcla de nostalgia y amor profundo, y se
acomodó en su butaca como quien se prepara para contar una historia de esas que
no se olvidan.
-Era como vivir en una canción de protesta que nunca se callaba.
Mira, la cosa era así: tú te levantabas cada día con el corazón latiendo fuerte
porque sabías que estabas haciendo algo grande, algo que importaba. Pero no era
solo lucha, ¿sabes? Había amor, había fiesta… éramos una gran familia.
- ¿Fiesta? -pregunté, confundida.
- ¡Sí, fiesta! -soltó una carcajada-. Mira, claro que había
disciplina, ¡obvio! Pero después de un operativo exitoso, ¿sabes lo que
hacíamos? Bailábamos. Como si el mundo fuera nuestro, porque, por un rato, lo
era.
Le di un sorbo a mi café, intentando imaginar a mi mamá, mi mamá con
sus manos ahora tan cuidadas, siendo parte de ese movimiento que cambiaba el
país.
- ¿Y no tenías miedo?
-Siempre, mi amor, siempre. Pero el miedo se mezclaba con algo
más, como una chispa, una magia. Cuando estábamos todos juntos, era como
diciembre, como cuando pones luces en toda la casa y no te importa que afuera
esté oscuro. Eso era el EME. Una mezcla de miedo, alegría y compromiso.
Se detuvo un momento y bajó la mirada. Parecía ver algo que yo no
podía.
-Había días en que creíamos que no íbamos a volver a vernos. Pero
cuando lo hacíamos… ¡ay, era como un milagro! Ver a tus compañeros llegar a
salvo después de un operativo, o que alguien que creías muerto apareciera de
repente, era como si la vida nos regalara un pedacito de eternidad.
El silencio se instaló entre nosotras por un momento. Afuera, la
ciudad respiraba su caos, pero en la sala solo estábamos mamá, yo y su memoria.
-Nuestra vida se resumía en una consigna que no solo repetíamos,
sino que encarnábamos. Duros en el combate, amplios en la política, tiernos en el amor y
generosos en la victoria. Cada palabra de esa frase era una forma
de vivir.
- ¿Cómo así? -le insistí, porque sabía que cada palabra suya
cargaba algo más profundo.
-Mira, ser duros en el combate no solo era enfrentarse al
enemigo, era también ser firmes con nuestras convicciones, incluso cuando el
miedo nos golpeaba. Amplios en la política significaba entender que esto
no era solo nuestro, que nuestras ideas podían incluir muchas voces, muchos
caminos. Y lo de tiernos en el amor... -su mirada se nubló por un
instante-, eso era clave, mi niña. No luchábamos solo con armas o ideas,
luchábamos porque amábamos. Amábamos la vida, a nuestros compañeros, a este
país que queríamos ver distinto.
Le di otro sorbo al café...
- ¿Y lo de ser generosos en la victoria?
-Ah, eso era lo más bonito, porque incluso en la lucha más dura,
sabíamos que ganar no era imponer, era compartir. Cuando algo salía bien, no era
un triunfo individual, era de todos, y lo celebrábamos como si fuera diciembre.
Mamá suspiró, sus ojos se iluminaron con un destello especial.
-Esa forma de ver las cosas era lo que Bateman llamaba la cadena de
afectos. Mira, en el EME no éramos solo compañeros de lucha, éramos
una familia. Esa cadena era lo que nos mantenía vivos, lo que nos recordaba por
qué luchábamos. Porque si no hay afecto, si no hay amor, ¿qué sentido tiene
cambiar el mundo?
Me quedé callada, sintiendo la fuerza de sus palabras.
- ¿Y nunca quisiste dejarlo? -le pregunté, con voz suave.
Mamá me miró con ternura y negó suavemente con la cabeza.
-Nunca, mi niña. Esa magia, ese amor que brotaba por los poros, no
se puede abandonar. Hasta hoy, treinta y pico de años después, sigue conmigo.
Era como entrar en un sueño colectivo del que no querías despertar, una locura
hermosa.
- ¿Entonces, todo era como una fiesta? -le pregunté, recordando
algo que había dicho antes.
-Sí, pero no cualquier fiesta. Era una fiesta donde cada sonrisa,
cada abrazo, era un acto de resistencia. Porque en un mundo tan duro, amar y
reírse con los tuyos es lo más revolucionario que puedes hacer.
Entonces mi mamá me preguntó con ese amor que destellaba en sus
ojos.
-Y tú, mi niña -dijo finalmente, con una mezcla de orgullo y
esperanza-, ¿Qué vas a hacer con tu vida?
No supe qué responder. Pero algo en sus palabras, en esa magia que
ella vivió y compartió, me dejó clara una cosa: la vida es más grande cuando la
vivimos para otros, cuando la hacemos con amor, ternura y generosidad, como una
cadena de afectos que no se rompe, porque como ella. mi mamá, dice siempre “La única
cadena que no se debe romper, es la de los afectos”.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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