El horizonte se dibuja con el
pincel lento del amanecer. La brisa, leve caricia, despierta a las hojas que
sueñan su caída, y el rocío, pequeño milagro de la noche, se entrega a la
hierba como un beso de despedida. Bajo mis pies, las raíces, invisibles y
tenaces, sostienen el peso del mundo. Manos que no exigen, que no piden, que
solo están.
El cielo habla idiomas que nadie
traduce. Entre el canto de un ave y el murmullo del río, descubro que no hay
fronteras entre lo que soy y lo que me rodea. La naturaleza me regala su pulso,
su tiempo sin relojes, y yo, breve suspiro en su vastedad, intento serle digno.
Camino. Mis pasos dibujan
senderos que desaparecen antes de ser caminos. Cada pisada deja atrás un
fragmento de mí, como semillas que el viento arrastra sin promesas. Sueño que
algún rincón las recoja, que un día sean árbol, sombra, refugio.
Y entonces, todo regresa a ti. A
tus ojos, que son relámpagos; a tu voz, que canta incluso en el silencio; a tu
cuerpo, que es geografía y horizonte. Cuánta vida ha pasado sin que te tuviera.
Cuántas horas se han perdido negándose al milagro de mi piel rozando la tuya,
tan solo un instante, con la yema de mis dedos.
Nada pesa tanto como lo obvio.
Nada es más sencillo que lo inexplicable. Somos briznas en el aire, hojas
desprendidas en la danza del tiempo. Pero al encontrarte, sé que no puedo
dejarte ir sin decir lo que arde en mi pecho: te amo.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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