Tatiana tenía catorce años cuando
la tragedia entró en su vida con el eco de tres disparos. Su hermano había
salido a repartir periódicos, esos que traían palabras incómodas para algunos y
esperanzas nuevas para otros. Lo vio caer en la esquina, donde la sangre se
fundió con el polvo de la calle. “Un subversivo menos”, dijeron los hombres
uniformados mientras regresaban a su patrulla. Esa escena se clavó en su
memoria como una herida que nunca dejaría de sangrar.
La casa se llenó de sombras tras
su partida. La madre rezaba con lágrimas que no cesaban, el padre se hundía en
un silencio que parecía eterno, y Tatiana, con el alma llena de preguntas y los
puños apretados por la rabia, tomó una decisión que cambiaría su vida. Esa
misma noche salió rumbo al monte. No llevaba más que su dolor y un propósito:
vengar a su hermano.
En el campamento del M-19 la
recibieron con la dureza de quien sabe que el odio es un arma más peligrosa que
cualquier fusil. “¿Por qué estás aquí?”, le preguntaron. “Quiero vengarme”,
respondió con una voz quebrada, sintiendo el ardor del resentimiento en cada
palabra. Pero un comandante, un hombre que parecía haber visto todas las caras
del sufrimiento, le respondió con calma: “Aquí no venimos a vengarnos. Venimos
a construir un mundo donde no haya nada que vengar”.
Esas palabras la desconcertaron.
Tatiana descubrió que la rabia que la había empujado hasta allí era
insuficiente para sostener su causa. Poco a poco, en las noches interminables
bajo el cielo abierto, mientras el fuego chisporroteaba entre las sombras,
comenzó a leer. Los libros que le daban eran viejos, con las hojas marcadas por
otras manos, pero cada página la alejaba un poco más de la venganza y la
acercaba al entendimiento. Aprendió historia, política, economía, y sobre todo,
a cuestionarse.
El monte no fue solo su escuela,
sino su refugio. Allí entendió lo que significaba ser mujer en una revolución:
luchar no solo contra un sistema, sino contra una estructura que también la
subestimaba a ella por su género. Recordaba las palabras de su hermano: “La
mujer, por ser doblemente explotada, debe ser doblemente revolucionaria”. Con
esa convicción, peleó cada batalla, no solo las de armas, sino las internas,
las que forjan la verdadera dignidad.
Cuando bajó del monte dos años
después, no lo hizo con la mirada de una combatiente, sino con la certeza de
que la verdadera revolución estaba en el poder de las ideas. Se inscribió en la
universidad, estudió derecho, y se especializó en penal y constitucional. Cada
libro que compraba, cada examen que aprobaba, era una forma de honrar a su
hermano y a todo lo que él representaba.
Décadas más tarde, Tatiana no
solo era una abogada reconocida, sino también una maestra que compartía sus
aprendizajes con estudiantes que, como ella, habían conocido el rostro del
odio. Les hablaba de su vida en el monte, de las noches de estudio bajo las
estrellas, y de la injusticia que marcó su camino. “La justicia no es una bala
ni un eslogan. Es una semilla que hay que sembrar todos los días”, les
decía.
Hace unos meses dejó todo: su
consultorio jurídico, sus clases en la universidad, y se metió de lleno en una
campaña presidencial que sentía como el paso inevitable de su lucha. “Esta era
la meta de nosotros en las armas: ganar el poder. Y aunque la Presidencia no es
el poder, es el camino para alcanzarlo”, repetía.
Hoy, 7 de agosto, en la Plaza de
Bolívar, donde la multitud llora de alegría, Tatiana me abraza con una mezcla
de risa y lágrimas. “Lo hicimos, compa. Lo hicimos”, dice, y en su voz hay un
temblor que viene del pasado. Mira al cielo y añade: “Cómo me hubiera gustado
que mi hermano estuviera aquí para celebrar esto con nosotros”.
Y por un momento, en medio de la
multitud y del triunfo, Tatiana parece hablarle al viento, a la memoria de su
hermano, mientras la historia del país da un paso más en el camino que ella,
con sus libros, su rabia transformada y su corazón incansable, ayudó a
construir.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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