En 1986, nosotros éramos muchachos, hijos del
viento andino, militantes del M-19, convencidos de que la revolución también se
escribía con pintura en las paredes.
Todo comenzó con la hazaña del comando que
pintó BATALLÓN AMÉRICA. Letras enormes y furiosas adornaban una pared frente al
INEM, donde el tráfico regional y binacional fluía como sangre por las venas de
la ciudad. Aquello era arte, grito, desafío, eran letras hechas con brocha lo
cual elevaba la dificultad al 1000 por ciento. Teníamos que superarlo, hacer
algo que estremeciera las calles de Pasto como un trueno en la madrugada.
Las ideas surgieron como chispas en medio de un
apagón: un homenaje floral a Nariño en el parque central, robarnos la espada de
Bolívar en el parque del mismo nombre frente al batallón Boyacá, un
"M-19" gigante en el puente de Juanambú, o una jornada de pintas que
invadiera el corazón de la ciudad. La decisión fue unánime: esa noche
pintaríamos nuestras consignas como si fueran poesía clandestina, pero con
tarros de pintura en spray, como seres humanos normales.
A las 12, en punto, nos reunimos en San Felipe.
Éramos seis, cada uno con un tarro de pintura en una mano y el miedo bien
guardado en el bolsillo. Las primeras pintas las hicimos con precisión
quirúrgica, entre risas nerviosas y el eco de nuestros pasos en el parque
infantil. Desde allí, el plan nos llevó rumbo a la avenida Santander.
Las paredes recién pintadas del cuartel central
de la policía nos recibieron como lienzos provocadores. Blancas, inmaculadas,
pero listas para transformarse en gritos de libertad. Sin pensarlo demasiado,
cada uno tomó su posición. Uno comenzó con la palabra "Batallón",
mientras otro pintaba "América". Las latas bailaban rápidas, urgentes,
como si en cada trazo se jugara la vida.
Cuando terminamos, dimos un paso atrás para
admirar nuestra obra. "¡Lo logramos!" susurró alguien con el orgullo
rebotándole en la voz. Pero entonces, la fatalidad de la nocturna prisa cayó
como un balde de agua fría. Allí no decía "América". Decía
"Amrica".
Hubo un silencio de terror colectivo. "Nos
regresamos", dijo uno, con la seguridad de quien decide que el fracaso no
es opción. La calle estaba desierta, pero la presencia de las garitas de la
guardia de la policía a pocos metros nos quemaba en la nuca.
Corriendo el riesgo, dos volvieron con las latas
listas. Una "E" valía nuestra revolución. Pintaron con precisión,
mientras los demás vigilábamos desde la esquina con el corazón galopando. Terminada
la corrección, salimos disparados. Nos encontramos en una esquina oscura,
sofocados de risa y adrenalina.
Esa noche no solo pintamos paredes; pintamos en
nuestros corazones la certeza de que, aunque éramos muchachos, éramos parte de
algo inmenso, una tormenta que nacía en las montañas y corría por las calles.
Pasto despertó con nuestras letras gritándole al cielo, y nosotros sabíamos
que, aunque el miedo nos persiguiera, la revolución nos abrazaba.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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