Mi madre teje hilos de luz desde que el tiempo es
memoria,
lanza su urdimbre al aire y cose en el vacío
los secretos que encuentra en los pliegues del mundo.
En sus manos, la magia no es un truco,
es un pacto con los dolores
que solo ella sabe calmar.
Sus dedos, finos como raíces,
me enseñaron a tocar la tristeza ajena,
a leer el lenguaje mudo de las heridas.
Por eso camino entre sombras con los ojos abiertos,
con un fuego que no se apaga,
con el amor al prójimo que ella sembró
como si fuera el único fruto que valía la pena
cultivar.
Mi madre no habla de revolución,
pero sus manos la inventaron:
en cada puntada, una esperanza;
en cada nudo, una solución.
Ella urdió mi destino
con el hilo invisible de la compasión,
y así, sin palabras,
me dejó un don que pesa como el mundo,
pero brilla como su luz.
Hoy, al caminar mis caminos de lucha,
la siento detrás, tejiendo aún,
uniendo los pedazos que se rompen,
sosteniendo con su amor
los andamios de mi fe.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario