martes, 5 de noviembre de 2024

CHIQUILLITA


 

Ay, chiquilla, 

cuando el sol se asoma en tu carita, 

las mañanas se encienden de otro modo,

el mundo entero parece despertar despacito. 

Tu risa, esa chispa viva, 

es el canto que desafía al silencio, 

una promesa hecha de auroras, 

una esperanza nacida en el viento.

 

Hermosa mía, 

camino a tu lado como quien anda descalzo, 

pisando suave para no romper la magia, 

para no distraer al tiempo de este instante 

en el que existimos solo tú y yo, 

como dos secretos compartidos con el mundo, 

dos notas en una canción antigua 

que murmura la tierra.

 

Eres mi raíz y mi ala, 

mi descanso y mi fuego, 

la razón por la que el día despierta 

y por la que cada noche se rinde a tus suspiros.

 

A tu lado, chiquilla, 

soy tierra mojada que respira, 

soy río que busca tus orillas, 

y si acaso esta vida fuera un jardín, 

entonces tú serías la flor 

que brota al centro de mis manos, 

silenciosa y perfecta 

como solo lo es el amor verdadero.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos
Óleo sobre lienzo
Darwin Córdoba


lunes, 4 de noviembre de 2024

NEGRA

 


A sus dieciséis años, ella es una explosión de vida atrapada en el día a día de uniformes escolares y cuadernos llenos de notas dispersas. Ojos cafés, profundos y francos, que no esconden la mezcla de misterio y curiosidad que solo alguien como ella puede transmitir sin esfuerzo. Sus labios carnosos parecen prometer algo más allá de las palabras, como si tuvieran una rebeldía secreta, algo que quiere brotar y morder al mismo tiempo.

 

La piel trigueña se ve perfecta en contraste con el uniforme blanco y azul del colegio, que parece sostener sus propios sueños, los que aún están atrapados entre los muros grises de los pasillos, pero que a veces se escapan en cada paso que ella da, en cada mirada que lanza. Y luego está esa sonrisa, una especie de tormenta dulce que me desarma. Es una sonrisa que parece decir “sígueme”, y al mismo tiempo, “a ver si puedes”, porque, aunque se muestre ligera, tiene una intensidad que arrastra, una fuerza que me deja sin aire y sin lógica.

 

Ella no sabe que la miro, que cada día desde el otro lado del salón me debato entre la valentía y el miedo, pero lo hace con una elegancia inconsciente, como si fuera la musa de una película que solo yo puedo ver. La mujer perfecta en la que pienso cada noche, con su vida sin guiones, y esa pequeña revolución en sus ojos que me invita a seguirle el ritmo.

 

Pero esa tarde la pista de baile se convierte en su territorio. Lleva un jean que se ajusta perfecto, delineando el movimiento de sus caderas, y una camiseta azul celeste que parece bailar junto a ella, adherida a su piel, como si también estuviera atrapada en el hechizo de los timbales. Los acordes de “Magdalena” de La Conspiración resuenan en el aire, y ella cierra los ojos, abandonándose a ese trance que solo el más auténtico y crudo sabor de la salsa brava puede provocar. Baila sola, porque sabe que no necesita a nadie más para entender esa música que la lleva y la arrastra.

 

Desde donde estoy, me quedo embobado, sintiendo cómo se convierte en un latido en mi sangre, como si cada paso, cada giro, fuera una promesa secreta solo para mí. Ella parece no darse cuenta, pero algo en mí quiere creer que sí, que en algún rincón de su conciencia sabe que la estoy mirando y que, aunque no me devuelva la mirada, cada movimiento suyo me atraviesa. Se mueve con esa libertad desquiciada, sin cuidar el ritmo, solo siguiendo los golpes del tambor, del piano, de las congas que le marcan el compás. Parece flotar, como si nada más importara, como si estuviera escapando de algo, o tal vez buscando algo en esa cadencia que la consume.

 

Y yo la siento, como si su danza fuera una corriente que me alcanzara, una especie de onda expansiva que hace que cada nota de la canción se mezcle con mi pulso. La miro y me pierdo. Ella en su baile, yo en su figura, en el brillo de su piel bajo las luces que apenas logran rozarla. Suspiro, y es como si todo el aire del lugar me faltara, como si de repente fuera a desaparecer en su próximo giro. Y ella sigue, sola, imparable, sintiendo la música como una quemadura en cada fibra, y yo, desde aquí, envidio ese sonido, esos timbales que la tocan antes que yo.

 

Es ahí cuando la salsa se convierte en algo sagrado y salvaje, en una ceremonia secreta que ella ha elegido para escapar, para ser ella misma sin el uniforme, sin el aula, sin los códigos de todos los días. Y yo, inmóvil, la siento en mis venas, latiendo en mi pecho, como si cada paso suyo escribiera un mensaje que solo yo pudiera entender. La miro y sé que estoy perdido.

 

Aunque pasaron casi 40 años, de esos días de amor y de guerra, esa imagen me vuelve a la memoria porque no hay otra manera de seguir viviendo sino es a través del sonido de la salsa y del amor a la vida. A dónde quiera que estés, ojalá sigas bailando a ese ritmo a esa frecuencia encendida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

 


 

EL GUERRERO DEL JAGUAR

 


 

En mi pueblo, en mi patria herida, el horizonte nace con cicatrices de fuego, y bajo el sol de la tarde se levanta el rastro del jaguar y sobre la piel abierta de mis manos sangran verdades y silencios.

 

No hay leyendas, no hay historias, solo el suelo herido, y la tierra dormida que resiste, que calla en los márgenes del miedo.

 

Cada paso, cada golpe, deja su marca y su eco en los montes; cada recuerdo me empuja hacia el alba, y giro, como el agua que nunca cesa en su torrente, en su canción triste y profunda.

 

Yo soy el río que rueda bajo el cielo pesado, hinchado de viento, cargado con el peso de las lenguas antiguas. Me llevan las voces que no callan, los nombres olvidados, los rumores de las montañas y la noche que desciende en sombras.

 

Mi sangre conoce el canto de esas aves de colores, sabe el paso del jaguar entre los troncos sombríos y se adentra, fuerte y callada, como río que no teme al tiempo. Mi alma, como tierra y como viento, se alza y se desborda en una danza, en una frontera sin fin.

 

Y sigo el camino que el jaguar me deja, pisadas de sombra en la jungla de cemento, huellas de selva entre paredes sin eco.  Cruzo avenidas como ríos callados, con el paso firme, con el pecho desnudo, llevando la selva bajo mi piel marcada. 

 

Soy la senda que nadie ve, la raíz indomable que rompe el asfalto, el jaguar que danza entre luces y sombras, en este bosque sin árboles ni respiro, pero lleno de murmullos, de historias y de lucha.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos

Afranio Parra Guzmán
El Guerrero del Jaguar 


 

domingo, 3 de noviembre de 2024

EN LA ORILLA


Eres el viento sin límites, 

el andar inquieto de las olas, 

juventud desbordada 

que no pide permiso a los días, 

que se lanza al vacío y regresa, 

como el mar que nunca se cansa de ser mar. 

 

Yo soy el sol de secretos antiguos, 

la piel curtida por el tiempo, 

ese silencio que se oculta tras la luz, 

la claridad que todos miran 

pero nadie alcanza. 

Soy el fuego pequeño que danza, 

quieto y eterno, sobre el agua. 

 

Entre tú y yo, la marea respira. 

No es un amor que se aquieta, 

ni sereno ni sencillo, 

es un amor que se estira y se encuentra en el borde, 

que desborda sus límites 

y no sabe de contención. 

 

En tu risa busco aquello que olvidé hace años, 

y en mis manos encuentras la pausa 

que aún no sabes nombrar. 

Tan distintos, tan distantes, 

somos el abrazo improbable 

del sol y el océano, 

la danza de lo que es y lo que quiere ser. 

 

Y así seguimos, 

entre olas y destellos, 

una marea que no conoce orillas, 

que no se apaga ni se sacia, 

y que nunca dejará de ser. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



sábado, 2 de noviembre de 2024

PUEBLO NUEVO

 

Era diciembre en Pueblo Nuevo, entre Caldono y Silvia Cauca, y el aire se sentía como pólvora a punto de estallar. Allí estábamos, el batallón América del M-19, preparándonos para una navidad que sabíamos, quién sabe por qué, sería distinta. Raulito había mandado a conseguir una lechona, y los compas de la urbana nos cayeron con unos radios Sony, esos pequeñitos con pila de reloj, como si fueran juguetes del Papá Noel del EME. Todos sonreían. Algunos hacían bromas sobre las pasitas en la natilla, otros afinaban la señal en esos aparatejos; en fin, estábamos listos para nuestra propia navidad subversiva.

 

Pero, ya sabes, la guerra siempre tiene otros planes. Era media mañana, y el primer aviso llegó: el ejército se acercaba, rodeándonos. No dio tiempo de rezar la novena ni de aflojar la ansiedad. Ellos venían desde detrás de la escuela y nosotros, como sombras, empezamos a trepar la montaña. A las once en punto se armó la fiesta de balas, una navidad a plomo y gritos. Se oían los disparos atravesando el silencio y el monte, y nuestras botas chapoteando en el barro, como si el suelo fuera parte de la fiesta. Y allí estábamos, entre el sonido del páramo y el ruido metálico de las balas.

 

Para la tarde, la neblina fue nuestra aliada. Apareció, espesa y gris, cubriendo el cerro como una manta, y así nos libró de los helicópteros. A las cinco y media, el día ya caía. Los soldados apenas si se divisaban a lo lejos, figuras difusas en el horizonte. Pueblo Nuevo se quedó en silencio, con nuestra lechona y una cartulina que logramos dejar, un mensaje improvisado: “Feliz Navidad a los soldados de Colombia, hijos del pueblo, de parte del M-19.” Para entonces, no había quien pensara en volver, solo en seguir.

 

A las siete de la noche, en una casa en la montaña, encendimos los radios, uno por uno, hasta que más de cien Sonys empezaron a sintonizar la misma emisora. Salsa, de la buena, esa que hace que uno se olvide por un rato de las heridas y la guerra. Y allí, en medio de la oscuridad, la montaña se llenó de música y de una alegría muy nuestra. Nos quedamos oyendo la música, bailando apenas sonaba el sabor caribe en nuestros transmisores, apenas lo suficiente para recordar que en medio de la guerra también se puede celebrar. Era nuestra navidad, la última en guerra, la única, la que nadie nos quitaría nunca.

 

En el eco del recuerdo aún resuena Richie Ray & Bobby Cruz en el coro del seis chorreao:

“Y en la Nochebuena me voy a emborracha'

Con el compadre Tomás

Yo me llevo a Fonseca, a Fonseca na' má'

Con el compadre Tomás”


Jorge Alberto Narváez Ceballos



viernes, 1 de noviembre de 2024

REFUGIO

 

 

En el silencio roto de esta casa, 

el tiempo se amontona en las paredes 

y cada gesto se vuelve un murmullo, 

cada risa, una tregua.

 

Aquí, bajo el manto de las sombras, 

se reúnen los rostros de amigos sin nombres, 

con sus manos marcadas de noches en vela, 

con la voz aprendida de callar.

 

Nos reconocemos en la penumbra, 

en la espera del amanecer imposible, 

y cada encuentro es un pacto secreto, 

un acto de fe entre paredes que escuchan.

 

El amor que se aguarda, 

que se promete en cartas escondidas, 

en besos fugaces, 

es un lenguaje trenzado de huidas y regresos.

 

Quizás mañana no volvamos, 

quizás ya no haya retornos, 

pero en este instante,

que resiste al borde del miedo; 

creemos que somos eternos.

 

Pensar que cuando niños

jugar al gato y al ratón, a las escondidas,

a la gallinita ciega,

eran un preludio

para jugarse la vida.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



EL MAESTRO

 

A Jairo le decían "el maestro," aunque nunca hubiera pisado un aula. ¿Quién necesita títulos cuando conoce el hierro y la grasa como él? En su taller, el golpe del martillo y la música de Héctor Lavoe formaban una sinfonía, el corazón mismo de su existencia. Había nacido en Ipiales, pero llevaba en el Putumayo toda la vida. Aprendió el oficio de su tío, quien lo llevó hasta el puerto para reparar máquinas de la petrolera. Desde entonces, solo conocía de fierros, latonería, mecánica, aceite y pintura. En esa cueva de herramientas, Jairo creía más en las máquinas que en los hombres. Pero las ideas, ah, esas le rondaban desde hacía tiempo, le hervían en la cabeza como el aceite en la olla de su taller, porque además de ser un gran mecánico, era un excelente cocinero.

 

Era un revolucionario silencioso, oculto en el monóxido de carbono y el rugido de motores. No era de los que iban gritando consignas en las plazas ni de los que levantaban el puño en alto. Él se quedaba ahí, debajo de un jeep, apretando tornillos y soldando piezas. Y mientras, tramaba su propia guerra. Lo suyo era más visceral, más técnico; era una causa de tuercas y fierros que iba ensamblando en su mente, en sus sueños de justicia.

 

Corría el rumor entre los mecánicos de la ciudad de que el maestro Jairo tenía algo más que llaves inglesas en su taller. “Jairo está preparando algo grande,” decían, pero nadie se atrevía a preguntar qué. Él seguía ahí, imperturbable, con las manos llenas de grasa y la mirada de acero. Jairo, a pesar de las apariencias, no se quedaba escondido entre el olor a pintura. Su taller se convertía por las noches en un laboratorio de resistencia.

 

Un día llegó el encargo: preparar un jeep para la toma de Mocoa. Le pidieron armarlo como si fuera una bestia de combate. Sonrió con esa sonrisa que se le escapaba cuando alguien le pedía algo fuera de lo cotidiano. Sabía que en su oficio un hombre podía ser más peligroso con una llave inglesa que con un arma. Armó el jeep con precisión quirúrgica, le dio peso, potencia y alma. Bajo un manto de hierro, camufló una ametralladora, oculta como el último truco de un mago que hace desaparecer la realidad en un segundo.

 

La toma de Mocoa estaba a la vuelta de la esquina, y Jairo había cumplido su misión sin preguntas ni discursos. El jeep salió del taller como una leyenda: sólido, resistente, imparable, una extensión del propio Jairo, un símbolo del hombre que había encontrado en la mecánica su verdadera vocación de lucha. Nadie le agradeció, nadie lo mencionó. Pero al maestro no le importaba. Sabía que, en algún lugar, su máquina estaría haciendo el trabajo, su trabajo, el verdadero, el que él había diseñado en el rincón de su taller.

 

Y al final, Jairo seguía allí, en su cueva de metal y humo, sabiendo que en cada golpe de martillo, en cada chispa, en cada giro de llave, estaba el alma de un guerrero silencioso, de un revolucionario que nunca necesitó más arma que su amor por los fierros. En las tardes, hablaba con algunos de sus oficiales, contándoles cómo había conocido al Flaco Bateman una tarde bajo la lluvia. Recordaba cómo el comandante le había dicho: “Hermano, usted es un verdadero ‘mecánico’." Así llamaban, en el argot de las guerrillas, a los militantes del M-19: “Los mecánicos.” Y él se sentía orgulloso de ser un maestro mecánico, en toda le extensión de la palabra.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos