Señora bonita,
Escribo estas palabras desde el rincón más solitario de mi existencia, donde su ausencia es el único habitante. Aquí, cada cosa tiene su nombre: el viento se llama suspiro porque es como el aliento que me falta desde que no la veo, y la luna no es más que el reflejo de la lámpara que siempre enciendo en estas noches de frio y soledad.
Hoy la imagino, lejana, quizás contemplando el mismo cielo que me abruma con su inmensidad. Pienso en sus manos, esas que guardan el secreto de la ternura, y en cómo calmarían mis tempestades con una caricia. En sus ojos, donde aprendí a leer los signos de un amor que ni el tiempo ni la distancia pueden agotar.
No es la distancia lo que me atormenta, sino la incertidumbre. El no saber si todavía existe en su pecho un rincón para este hombre que ha vivido cada día como si fuera un ensayo para el momento en que podamos reencontrarnos. A veces me consuelo pensando que el destino es apenas una excusa para las separaciones temporales, que nuestra historia no puede ser como esas canciones que terminan en un suspiro, sino como un río que encuentra siempre su camino al mar.
He pensado en usted con cada palabra que escribo, y en cada línea dejo pedazos de mi alma como migajas de pan para que, si algún día vuelve, encuentre el camino a este corazón que es suyo desde siempre.
Escribo con la esperanza de que estas letras puedan cruzar caminos y montañas, para llegar hasta donde esté. Que, al leerme, sienta el aroma que debe tener el recuerdo de mis palabras, y recuerde que no hay distancia capaz de apagar el incendio que encendiste en mí.
Su nombre sigue siendo el ancla que me mantiene vivo, y su recuerdo, el faro que guía mis pasos en la niebla de la soledad. No sé cuándo ni cómo, pero sé que volveré a encontrarla, y que será como si nunca se hubieras ido.
Por siempre,
Suyo en cada instante,
Jorge Alberto Narváez Ceballos