Todo comenzó en las calles de
Medellín por allá en los años ochenta, donde el ruido de las consignas se
mezclaba con el murmullo de una ciudad que no dormía, pero tampoco despertaba
del todo. Él, un hombre curtido por la clandestinidad, de mirada intensa y
pasos que nunca dejaban rastros. Ella, la hija del dueño de todo: empresas,
terrenos y hasta voluntades. Un mundo entero los separaba, pero la atracción
era un imán imposible de ignorar.
Se conocieron en una marcha. Él
llevaba una bandera con un mensaje de lucha; ella, un cartel que decía
"Libertad para todos". Fue como si el universo hubiera conspirado
para que, entre el caos de la manifestación, sus ojos se encontraran y sellaran
un pacto silencioso. Una charla sobre justicia, una risa compartida en medio de
las sirenas, y al poco tiempo ya eran cómplices de algo mucho más peligroso que
la revolución: un amor que desafiaba las fronteras entre sus mundos.
Pero el amor en tierra de fuego
no dura intacto. Las amenazas llegaron primero como susurros, después como
gritos. El MAS lo quería muerto; el padre de ella, enterrado en el olvido. Él
sabía que no podía quedarse. Una noche, bajo un cielo sin luna, le dejó un
último beso y se despidió. No hubo promesas ni juramentos, solo la certeza de
que ese adiós les iba a doler por siempre.
Desde el exilio, entre cafés
amargos y noches sin sueño, él escribió una carta. Una carta cargada de amor y
rabia, de memorias y silencios.
Amor mío,
Desde este exilio que yo mismo
elegí, le escribo con el alma desgarrada, pero viva. La amo como nunca antes,
no con la plenitud de la cercanía, sino con la urgencia de quien ha perdido lo
irremplazable. Este amor es una herida abierta, una llama que no se apaga, un
desgarro que resiste. La amo con la fuerza del dolor y con la dulzura de
saberla irrepetible.
Cuando estaba conmigo, la amaba
por su risa que desarmaba mi tristeza, por su ingenio que llenaba mis días de
asombros. Pero ahora, lejos de usted, entiendo que lo que más amaba era ese
corazón suyo, único y desmesurado, tan capaz de entregarse entero sin
condiciones.
Nos apartamos, amor, creyendo que
el deber era más fuerte que el deseo. Nos arrancamos del pecho la vida misma al
despedirnos. Y ahora somos náufragos: yo, perdido entre la multitud que me
vacía; usted, junto a alguien más, pero más sola que nunca.
El mundo es ancho, pero sin usted
es un desierto. Y, sin embargo, en esta soledad compartida, hay algo que nos
une aún: la memoria de lo que fuimos y la amarga gloria de habernos vencido. No
sé si fue un acto de valor o de cobardía, pero nos dejó con esta herida que no
cierra.
La amo, amor mío. La amo en la
ausencia y en la distancia. La amo como quien sabe que no hay redención, pero
no puede dejar de sentir.
Suyo, siempre, aunque ya nunca
sea de usted.
Él cerró el sobre con manos
temblorosas. No sabía si esa carta cruzaría el océano o si se perdería en el
aire, como ellos se habían perdido el uno del otro. Pero en esa hoja quedaba
todo: la revolución que soñaron juntos, la lucha que no pudieron ganar y el
amor que, a pesar de todo, seguía vivo, escondido entre las líneas de una
historia que nunca tuvo final feliz.
Doce años después, la vida había
cambiado de piel pero no de fondo. Él, ahora delegado de las Naciones Unidas,
recorría ciudades y conflictos llevando en el maletín los ideales que una vez
lo empujaron a la clandestinidad. Estaba en Bogotá, camino a una reunión,
sentado en la parte trasera de un taxi que serpenteaba por las avenidas grises
de la capital. Miraba sin mirar por la ventana cuando algo, o alguien, atrapó
su atención.
Ahí estaba ella, cruzando la
estación del Transmilenio, su figura tan inconfundible como un recuerdo que
nunca se desvanece. Caminaba rápido, de la mano de un niño de unos cinco años
que tenía su misma mirada brillante. Parecía más bella que nunca, como si los
años no hubieran hecho más que cincelar su luz interior.
Sin pensarlo dos veces, le pidió
al conductor que se detuviera. El taxista protestó por la imprudencia, pero él
ya estaba fuera del auto, esquivando peatones y sorteando el tráfico. Sus pasos
eran torpes, casi desesperados, como si el tiempo pudiera desvanecer esa visión
si no la alcanzaba.
Cuando por fin la tocó en el
hombro, ella se giró, y el mundo entero pareció detenerse. Sus ojos se
encontraron y, en ese instante, las estaciones pasadas y los silencios prolongados
se desvanecieron. Sin decir palabra, se abrazaron. Fue un abrazo que contenía
todos los universos que alguna vez soñaron juntos, un choque de galaxias
suspendido en medio de la multitud.
Él no dijo nada de la carta que
nunca envió. Ella no mencionó los años en los que había esperado algo,
cualquier señal, sin recibirla. Pero en ese abrazo quedó claro que jamás se
olvidaron.
—Es mi hijo —dijo ella
finalmente, señalando al niño que los miraba con curiosidad.
Él asintió, entendiendo más de lo
que ella decía. No preguntó si tenía esposo ni cómo había sido su vida sin él.
Esas respuestas estaban en el brillo de sus ojos y en la fuerza de ese abrazo
que parecía eterno.
—¿Tienes tiempo para un café?
—preguntó él, con una sonrisa que mezclaba nostalgia y esperanza.
Ella lo miró, todavía
abrazándolo, y asintió con la misma sonrisa de la que él se enamoró años
atrás.
En ese momento, los doce años de
distancia se desmoronaron como un castillo de arena ante el mar. Ambos sabían
que las palabras llegarían después. Por ahora, bastaba con estar juntos, aunque
fuera por un instante más en un universo que les debía tanto.
Jorge Alberto Narváez Ceballos