martes, 3 de diciembre de 2024

LA DANZA DEL ENCUENTRO


El horizonte se dibuja con el pincel lento del amanecer. La brisa, leve caricia, despierta a las hojas que sueñan su caída, y el rocío, pequeño milagro de la noche, se entrega a la hierba como un beso de despedida. Bajo mis pies, las raíces, invisibles y tenaces, sostienen el peso del mundo. Manos que no exigen, que no piden, que solo están.

El cielo habla idiomas que nadie traduce. Entre el canto de un ave y el murmullo del río, descubro que no hay fronteras entre lo que soy y lo que me rodea. La naturaleza me regala su pulso, su tiempo sin relojes, y yo, breve suspiro en su vastedad, intento serle digno.

Camino. Mis pasos dibujan senderos que desaparecen antes de ser caminos. Cada pisada deja atrás un fragmento de mí, como semillas que el viento arrastra sin promesas. Sueño que algún rincón las recoja, que un día sean árbol, sombra, refugio.

Y entonces, todo regresa a ti. A tus ojos, que son relámpagos; a tu voz, que canta incluso en el silencio; a tu cuerpo, que es geografía y horizonte. Cuánta vida ha pasado sin que te tuviera. Cuántas horas se han perdido negándose al milagro de mi piel rozando la tuya, tan solo un instante, con la yema de mis dedos.

Nada pesa tanto como lo obvio. Nada es más sencillo que lo inexplicable. Somos briznas en el aire, hojas desprendidas en la danza del tiempo. Pero al encontrarte, sé que no puedo dejarte ir sin decir lo que arde en mi pecho: te amo.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



EL AMOR ES INMORTAL


 

Todo comenzó en las calles de Medellín por allá en los años ochenta, donde el ruido de las consignas se mezclaba con el murmullo de una ciudad que no dormía, pero tampoco despertaba del todo. Él, un hombre curtido por la clandestinidad, de mirada intensa y pasos que nunca dejaban rastros. Ella, la hija del dueño de todo: empresas, terrenos y hasta voluntades. Un mundo entero los separaba, pero la atracción era un imán imposible de ignorar. 

 

Se conocieron en una marcha. Él llevaba una bandera con un mensaje de lucha; ella, un cartel que decía "Libertad para todos". Fue como si el universo hubiera conspirado para que, entre el caos de la manifestación, sus ojos se encontraran y sellaran un pacto silencioso. Una charla sobre justicia, una risa compartida en medio de las sirenas, y al poco tiempo ya eran cómplices de algo mucho más peligroso que la revolución: un amor que desafiaba las fronteras entre sus mundos. 

 

Pero el amor en tierra de fuego no dura intacto. Las amenazas llegaron primero como susurros, después como gritos. El MAS lo quería muerto; el padre de ella, enterrado en el olvido. Él sabía que no podía quedarse. Una noche, bajo un cielo sin luna, le dejó un último beso y se despidió. No hubo promesas ni juramentos, solo la certeza de que ese adiós les iba a doler por siempre. 

 

Desde el exilio, entre cafés amargos y noches sin sueño, él escribió una carta. Una carta cargada de amor y rabia, de memorias y silencios. 

 

Amor mío,    

Desde este exilio que yo mismo elegí, le escribo con el alma desgarrada, pero viva. La amo como nunca antes, no con la plenitud de la cercanía, sino con la urgencia de quien ha perdido lo irremplazable. Este amor es una herida abierta, una llama que no se apaga, un desgarro que resiste. La amo con la fuerza del dolor y con la dulzura de saberla irrepetible.   

Cuando estaba conmigo, la amaba por su risa que desarmaba mi tristeza, por su ingenio que llenaba mis días de asombros. Pero ahora, lejos de usted, entiendo que lo que más amaba era ese corazón suyo, único y desmesurado, tan capaz de entregarse entero sin condiciones.   

Nos apartamos, amor, creyendo que el deber era más fuerte que el deseo. Nos arrancamos del pecho la vida misma al despedirnos. Y ahora somos náufragos: yo, perdido entre la multitud que me vacía; usted, junto a alguien más, pero más sola que nunca. 

 

El mundo es ancho, pero sin usted es un desierto. Y, sin embargo, en esta soledad compartida, hay algo que nos une aún: la memoria de lo que fuimos y la amarga gloria de habernos vencido. No sé si fue un acto de valor o de cobardía, pero nos dejó con esta herida que no cierra. 

La amo, amor mío. La amo en la ausencia y en la distancia. La amo como quien sabe que no hay redención, pero no puede dejar de sentir. 

Suyo, siempre, aunque ya nunca sea de usted. 

 

Él cerró el sobre con manos temblorosas. No sabía si esa carta cruzaría el océano o si se perdería en el aire, como ellos se habían perdido el uno del otro. Pero en esa hoja quedaba todo: la revolución que soñaron juntos, la lucha que no pudieron ganar y el amor que, a pesar de todo, seguía vivo, escondido entre las líneas de una historia que nunca tuvo final feliz. 

 

Doce años después, la vida había cambiado de piel pero no de fondo. Él, ahora delegado de las Naciones Unidas, recorría ciudades y conflictos llevando en el maletín los ideales que una vez lo empujaron a la clandestinidad. Estaba en Bogotá, camino a una reunión, sentado en la parte trasera de un taxi que serpenteaba por las avenidas grises de la capital. Miraba sin mirar por la ventana cuando algo, o alguien, atrapó su atención. 

 

Ahí estaba ella, cruzando la estación del Transmilenio, su figura tan inconfundible como un recuerdo que nunca se desvanece. Caminaba rápido, de la mano de un niño de unos cinco años que tenía su misma mirada brillante. Parecía más bella que nunca, como si los años no hubieran hecho más que cincelar su luz interior. 

 

Sin pensarlo dos veces, le pidió al conductor que se detuviera. El taxista protestó por la imprudencia, pero él ya estaba fuera del auto, esquivando peatones y sorteando el tráfico. Sus pasos eran torpes, casi desesperados, como si el tiempo pudiera desvanecer esa visión si no la alcanzaba. 

 

Cuando por fin la tocó en el hombro, ella se giró, y el mundo entero pareció detenerse. Sus ojos se encontraron y, en ese instante, las estaciones pasadas y los silencios prolongados se desvanecieron. Sin decir palabra, se abrazaron. Fue un abrazo que contenía todos los universos que alguna vez soñaron juntos, un choque de galaxias suspendido en medio de la multitud. 

 

Él no dijo nada de la carta que nunca envió. Ella no mencionó los años en los que había esperado algo, cualquier señal, sin recibirla. Pero en ese abrazo quedó claro que jamás se olvidaron. 

 

—Es mi hijo —dijo ella finalmente, señalando al niño que los miraba con curiosidad. 

 

Él asintió, entendiendo más de lo que ella decía. No preguntó si tenía esposo ni cómo había sido su vida sin él. Esas respuestas estaban en el brillo de sus ojos y en la fuerza de ese abrazo que parecía eterno. 

 

—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó él, con una sonrisa que mezclaba nostalgia y esperanza. 

 

Ella lo miró, todavía abrazándolo, y asintió con la misma sonrisa de la que él se enamoró años atrás. 

 

En ese momento, los doce años de distancia se desmoronaron como un castillo de arena ante el mar. Ambos sabían que las palabras llegarían después. Por ahora, bastaba con estar juntos, aunque fuera por un instante más en un universo que les debía tanto.

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



lunes, 2 de diciembre de 2024

MI MADRE

 

Mi madre teje hilos de luz desde que el tiempo es memoria, 

lanza su urdimbre al aire y cose en el vacío 

los secretos que encuentra en los pliegues del mundo. 

En sus manos, la magia no es un truco, 

es un pacto con los dolores 

que solo ella sabe calmar. 

 

Sus dedos, finos como raíces, 

me enseñaron a tocar la tristeza ajena, 

a leer el lenguaje mudo de las heridas. 

Por eso camino entre sombras con los ojos abiertos, 

con un fuego que no se apaga,  

con el amor al prójimo que ella sembró 

como si fuera el único fruto que valía la pena cultivar. 

 

Mi madre no habla de revolución, 

pero sus manos la inventaron: 

en cada puntada, una esperanza; 

en cada nudo, una solución. 

Ella urdió mi destino 

con el hilo invisible de la compasión, 

y así, sin palabras, 

me dejó un don que pesa como el mundo, 

pero brilla como su luz. 

 

Hoy, al caminar mis caminos de lucha, 

la siento detrás, tejiendo aún, 

uniendo los pedazos que se rompen, 

sosteniendo con su amor 

los andamios de mi fe. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



domingo, 1 de diciembre de 2024

COLORADO ARRIBA, COLORADO ABAJO

 

Colorado arriba, 

una mano menuda pinta el mundo con tiza, 

colorea sueños en las grietas del asfalto. 

La risa vuela como cometa suelta 

y los trazos, efímeros, 

son el alfabeto secreto de un corazón pequeño. 

 

Colorado abajo, 

me detengo a mirar la danza del suelo. 

Hay flores que nunca morirán, 

una estrella tímida en una esquina, 

y un sol que se estira con brazos de niño. 

Entre la gente dibujante, 

te busco, 

te busco como quien persigue una nube 

que se deshace pero promete regresar. 

 

De repente, 

colorado arriba y abajo se encuentran. 

Tu risa explota como un relámpago 

y te zampo una mucha, 

tan grande, 

que el cielo se vuelve naranja, 

el asfalto canta, 

y mis días, 

como tus tizas, 

se llenan de colores que no se borran. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



POR TI, MI VIDA


 

Puedo rendirme a tus pies, 

como el río que se inclina ante el bosque, 

como el viento que acaricia la montaña. 

Pero jamás dejar de luchar, 

porque en su nombre crecen las raíces 

y florecen las semillas de la vida. 

 

Puedo renunciar a la vida, 

si fuera necesario disolverme en el misterio, 

si el tiempo me llamara al abismo. 

Pero nunca olvidaré tu voz, 

tu nombre, 

ni la brisa que me enseña a persistir 

en el canto infinito de los días. 

 

Puedo pensar en el tiempo, 

en sus pasos lentos sobre la hierba, 

en su danza silenciosa entre los trigales. 

Pero nunca dejar de vivir, 

vivir por ti, 

por mi causa y por mi gente, 

como el sol que alumbra sin descanso, 

como la tierra que calla, 

pero nunca cede. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos



TATIANA


 

Tatiana tenía catorce años cuando la tragedia entró en su vida con el eco de tres disparos. Su hermano había salido a repartir periódicos, esos que traían palabras incómodas para algunos y esperanzas nuevas para otros. Lo vio caer en la esquina, donde la sangre se fundió con el polvo de la calle. “Un subversivo menos”, dijeron los hombres uniformados mientras regresaban a su patrulla. Esa escena se clavó en su memoria como una herida que nunca dejaría de sangrar. 

 

La casa se llenó de sombras tras su partida. La madre rezaba con lágrimas que no cesaban, el padre se hundía en un silencio que parecía eterno, y Tatiana, con el alma llena de preguntas y los puños apretados por la rabia, tomó una decisión que cambiaría su vida. Esa misma noche salió rumbo al monte. No llevaba más que su dolor y un propósito: vengar a su hermano. 

 

En el campamento del M-19 la recibieron con la dureza de quien sabe que el odio es un arma más peligrosa que cualquier fusil. “¿Por qué estás aquí?”, le preguntaron. “Quiero vengarme”, respondió con una voz quebrada, sintiendo el ardor del resentimiento en cada palabra. Pero un comandante, un hombre que parecía haber visto todas las caras del sufrimiento, le respondió con calma: “Aquí no venimos a vengarnos. Venimos a construir un mundo donde no haya nada que vengar”. 

 

Esas palabras la desconcertaron. Tatiana descubrió que la rabia que la había empujado hasta allí era insuficiente para sostener su causa. Poco a poco, en las noches interminables bajo el cielo abierto, mientras el fuego chisporroteaba entre las sombras, comenzó a leer. Los libros que le daban eran viejos, con las hojas marcadas por otras manos, pero cada página la alejaba un poco más de la venganza y la acercaba al entendimiento. Aprendió historia, política, economía, y sobre todo, a cuestionarse. 

 

El monte no fue solo su escuela, sino su refugio. Allí entendió lo que significaba ser mujer en una revolución: luchar no solo contra un sistema, sino contra una estructura que también la subestimaba a ella por su género. Recordaba las palabras de su hermano: “La mujer, por ser doblemente explotada, debe ser doblemente revolucionaria”. Con esa convicción, peleó cada batalla, no solo las de armas, sino las internas, las que forjan la verdadera dignidad. 

 

Cuando bajó del monte dos años después, no lo hizo con la mirada de una combatiente, sino con la certeza de que la verdadera revolución estaba en el poder de las ideas. Se inscribió en la universidad, estudió derecho, y se especializó en penal y constitucional. Cada libro que compraba, cada examen que aprobaba, era una forma de honrar a su hermano y a todo lo que él representaba. 

 

Décadas más tarde, Tatiana no solo era una abogada reconocida, sino también una maestra que compartía sus aprendizajes con estudiantes que, como ella, habían conocido el rostro del odio. Les hablaba de su vida en el monte, de las noches de estudio bajo las estrellas, y de la injusticia que marcó su camino. “La justicia no es una bala ni un eslogan. Es una semilla que hay que sembrar todos los días”, les decía. 

 

Hace unos meses dejó todo: su consultorio jurídico, sus clases en la universidad, y se metió de lleno en una campaña presidencial que sentía como el paso inevitable de su lucha. “Esta era la meta de nosotros en las armas: ganar el poder. Y aunque la Presidencia no es el poder, es el camino para alcanzarlo”, repetía. 

 

Hoy, 7 de agosto, en la Plaza de Bolívar, donde la multitud llora de alegría, Tatiana me abraza con una mezcla de risa y lágrimas. “Lo hicimos, compa. Lo hicimos”, dice, y en su voz hay un temblor que viene del pasado. Mira al cielo y añade: “Cómo me hubiera gustado que mi hermano estuviera aquí para celebrar esto con nosotros”. 

 

Y por un momento, en medio de la multitud y del triunfo, Tatiana parece hablarle al viento, a la memoria de su hermano, mientras la historia del país da un paso más en el camino que ella, con sus libros, su rabia transformada y su corazón incansable, ayudó a construir. 

 

Jorge Alberto Narváez Ceballos