sábado, 29 de junio de 2024

ZAPATERO REMENDÓN

ZAPATERO REMENDÓN

Don Alfredo, el zapatero, vivía en un rincón de la ciudad cerca de la plaza de mercado, donde los ecos de las voces se mezclaban con los aromas de hierbas y frutas frescas. Los niños del barrio solían acercarse a su taller, no solo para reparar sus zapatos rotos, sino para escuchar sus historias. Además, había acumulado una gran colección de historietas que colgaban de un improvisado escaparate tras un biombo de tela floreada.

Cuando salía de la escuela, yo pasaba por donde Don Alfredo y, por un par de monedas que siempre guardaba del recreo, me sentaba en un banco bajo, el que usaba el solador, para leer las historias de El Santo "el enmascarado de plata", Blue Demon "el héroe de sangre azul", Roy Rogers y las que más me gustaban, Arandú "El Príncipe de la Selva", Kaliman "El Hombre increíble" y Starman "El Libertario".

Don Alfredo, con su paciencia infinita y sus manos hábiles, nunca dejaba de trabajar mientras yo leía. El sonido del martillo sobre la suela y el aroma a cuero recién trabajado se mezclaban con las voces de los héroes en mi mente. A veces, él se detenía un momento, se secaba las manos en el delantal y se acercaba a mi banco para preguntar:

—¿Y qué está haciendo Kaliman hoy, muchacho?

Yo, con los ojos brillando de emoción, le contaba las hazañas del héroe, las batallas épicas y los momentos de suspenso, incluso imitando las voces de las radionovelas que escuchaba en el viejo radio Philips del taller de mi abuelo. Don Alfredo asentía, sonreía y volvía a su labor, como si mis relatos le dieran una fuerza renovada para seguir remendando vidas a través de sus zapatos.

Una tarde, mientras leía una de las más emocionantes aventuras de Arandú, una tormenta estalló sobre la ciudad. Los truenos rugían y la lluvia golpeaba el techo de zinc del taller con una furia que casi asustaba. Los niños del barrio, que solían jugar en la calle, se refugiaron en el taller de don Alfredo. Él, con su habitual calma, los acogió y les ofreció lugar en los bancos bajos.

—Vamos a hacer una ronda de cuentos —dijo Don Alfredo, y todos se acercaron expectantes.

Yo, emocionado, empecé a leer en voz alta las aventuras de Kaliman "El Hombre Increíble". Los otros niños escuchaban embelesados, y a medida que avanzaba la historia, el ruido de la tormenta parecía desvanecerse. Don Alfredo, con su mirada serena, observaba la escena con una sonrisa que irradiaba calidez. Improvisamos un escenario y, en algunos tramos de la narración, Don Alfredo hacía ruidos divertidos. Las carcajadas retumbaban en el lugar y los niños pedían que continuáramos.

Cuando la tormenta cesó, el taller de Don Alfredo había quedado en silencio, pero no vacío. Los niños salieron lentamente, como despertando de un sueño compartido. Yo me quedé un momento más.


Don Alfredo me miró, y con una voz suave, me dijo:


—Hoy has hecho más que leer, muchacho. Has traído un poco de magia en medio de la tormenta.


Salí del taller con una sensación de orgullo y gratitud. Sabía que, en ese rincón de la ciudad, había encontrado no solo un refugio, sino un lugar donde los héroes de papel cobraban vida, y donde un zapatero con manos hábiles y corazón generoso sabía cómo transformar los días grises en días luminosos.

Veinte años después regresé al rincón donde estaba su taller. Ahora es una avenida; el mercado es moderno y muy aseado. La calle es tumultuosa y ruidosa con el tráfico. Ya no hay niños jugando en las calles, y mucho menos dejan dos monedas para encontrar la magia de las historietas. Sin embargo, el recuerdo sigue siendo el hogar para mis sueños, y el eco de las voces y el aroma a hierbas y frutas frescas se mezclan para llevarme al mundo del que salieron todas mis apuestas por un mundo mejor.

Jorge Narvaez C.



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