La Alegría de Leer
Hijo de un sastre y una lavandera, Mario era un muchacho delgado, de estatura media, con ojos oscuros y manos suaves. Podría haber pasado desapercibido entre los habitantes de San Juan, un pueblo tranquilo donde la rutina se mezclaba con la monotonía de los días. Sin embargo, Mario había escogido un pasatiempo que, con el tiempo, descubriría que era peligroso: todas las tardes, salía del colegio derecho a la biblioteca pública, donde se mantenía rodeado de libros y silencio, dos de sus mayores pasiones.
La vida en San Juan transcurría sin mayores sobresaltos, aunque últimamente se hablaba mucho de las reuniones en los barrios de San Juan, de los muchachos de la Universidad, dirigidas por un estudiante de Derecho recién llegado del sur, llamado Heraldo.
Mario tenía una rutina bien establecida. Salía del colegio de los curas de San Felipe y tomaba la carrera 26 hasta la biblioteca pública. El trayecto no era muy corto, pero lo disfrutaba; pasar por la tienda de las guaicosas, comprar un tomate de árbol y una melcocha, saludar al zapatero Miguel, quien le alquilaba revistas de historietas, o mirar a las carmelitas salir del colegio. A veces, incluso se encontraba con su prima, la observaba en silencio mientras se dirigía a casa y desaparecía en el restaurante. Los jueves y sábados entrenaba baloncesto, quizá lo único diferente que hacía en lugar de sumergirse en la lectura y en la búsqueda de nuevos libros para sus próximas visitas.
Un día, llegó a la biblioteca más tarde de lo habitual y encontró su lugar ocupado por un grupo de jóvenes algo mayores que él. Se sentó frente a ellos, pidió los libros que tenía recomendados, pero no leyó una sola hoja. Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, recordó las palabras del líder del grupo de la biblioteca: “Mañana hay que tomarse las calles de los barrios surorientales”. Pensó en los libros, en las historias que contenían, y en cómo podían inspirar a la gente. Los libros eran poderosos porque ofrecían esperanza, ideas y sueños.
Cuando se graduó del colegio, ya había sido militante de algunas organizaciones de izquierda en San Juan. Sin embargo, al ingresar a la universidad, todo cambió. Sintió que su militancia teórica y académica no era suficiente y, aunque el camino era largo y peligroso, Mario sabía que valía la pena luchar por un futuro donde la gente pudiera vivir sin miedo.
El día que Mario fue detenido por miembros del Ejército en la ciudad de Cali, alcanzó a gritar su nombre mientras era subido a culatazos al camión. Su cuerpo apareció al día siguiente en las afueras de la ciudad, brutalmente torturado. Y aunque el capitán Morales seguía patrullando las calles, buscando a los otros muchachos que estuvieron repartiendo leche en Siloé, no los encontró y ya no podía apagar la llama que Mario y sus compañeros habían encendido en el pueblo.
Pasatiempo peligroso ese de leer, porque, al final, el verdadero poder está en la gente y en sus historias, esas que Mario había construido con tanto amor y valentía, historias que se leen a diario en las esquinas, que se cuentan de boca en boca y que se cantan en los barrios para nunca jamás desaparecer.
Jorge Narváez C.
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