PAL'MONTE
Eran las once de la noche, y allí, en ese viaje, se tejían las historias de los cinco hombres y dos mujeres, que íbamos en la buseta. Salimos de la fiesta de despedida del Liceo, que utilizamos como punto de encuentro, todos unidos por el hilo conductor de una decisión sin retorno. Nos íbamos “pal monte”, no teníamos otra opción. Algunos ya habíamos tenido alguna formación militar durante el proceso de lucha urbana, es más, uno de nosotros teníamos el curso de inteligencia en zona rural, pero ninguno había sido combatiente.
Carlos, sentado a mi lado, miraba por la ventana y tarareaba la canción que sonaba en la radio. Había sido el primero en convencernos de que no había vuelta atrás, de que la única forma de cambiar las cosas era tomar las armas. "La revolución no espera", decía con una convicción que a veces envidiaba. A mi alrededor, los rostros eran una mezcla de miedo y determinación, de juventud arrollada por el peso de una decisión más grande que nosotros.
La buseta se detuvo de repente, y todos nos sobresaltamos. A lo lejos, las luces de un retén brillaban como advertencias silenciosas. Carlos se levantó y nos hizo señas para que nos tranquilizáramos. "Aquí no hay nada, debemos pasar sin levantar sospechas, ninguno de nosotros está fichado y el carro está limpio". Nos calmamos aparentemente, pero sabíamos que, en cualquier momento, todo podría desmoronarse.
Respiré hondo y apreté el amuleto que llevaba en el bolsillo, un regalo de mi abuela. "Para que te proteja", me había dicho. En ese momento, más que nunca, necesitaba creer en algún tipo de protección. La puerta de la buseta se abrió y los soldados subieron, revisando cada rostro, cada rincón. Sentí que el corazón se me salía del pecho.
El soldado se detuvo frente a mí, sus ojos se clavaron en los míos. Un silencio eterno. "Documentos", pidió con voz firme. Saqué la identificación falsa que nos habían dado, tratando de no temblar. Él la examinó con detención, y el tiempo pareció congelarse. Finalmente, ascendió y pasó al siguiente.
Cuando la buseta arrancó de nuevo, el suspiro colectivo fue casi audible. Habíamos pasado, pero el camino aún era largo y culebrero. Eran las doce de la noche cuando llegamos a Santander de Quilichao. Comenzamos a bajar de la buseta y Carlos se saludó con un hombre bajo pero fornido, con el pelo rapado, que cualquiera hubiera pensado que era policía. Nos metimos en la casa y pasamos derecho al patio, donde había por lo menos unos 15 hombres y mujeres, todos urbanos, y dos mujeres indígenas que nos pidieron que nos sentáramos donde pudiéramos. "Ya viene el transporte por nosotros", nos dijeron. Todos nos mirábamos con cautela y nadie hablaba, a diferencia de las dos indígenas y el hombre que recibió a Carlos, que reían de manera estridente, aumentando el nerviosismo del grupo.
—Llegó la chiva —dijo una de las mujeres, y nos levantamos todos, formando de manera espontánea una fila. La noche era especialmente clara, una enorme luna llena iluminaba el camino. La chiva se detuvo a los 15 minutos. Pensé que se tenía que recoger más gente, delante había estacionado un camión de cerveza. Una casona tenía las puertas abiertas y entonces vi la guerrillerada, unos hombres bajaban canastos de cerveza y otros apilaban leña junto a una fogata en el patio, iluminada por la luna llena y el fuego.
Un hombre flaco, con una sonrisa de oreja a oreja, se acercó a nosotros diciéndonos:
—Bienvenidos compitas, al Batallón América del M-19. Soy Hipólito Blanco del Valle.
Jorge Narváez C.
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