domingo, 30 de junio de 2024

LUNA, LA HUSKY DEL ESTALLIDO SOCIAL

LUNA, LA HUSKY DEL ESTALLIDO SOCIAL

Luna era una husky mestiza, una criolla con ínfulas de siberiana, diría yo. De ojos claros como el amanecer, su pelaje blanco y gris la hacía parecer una sombra elegante entre las calles, y ese ruido que hacía en lugar de ladrar la hacía sentir más seria de lo que en realidad era.

 

Luna no era una perra cualquiera. Su vida tranquila junto a su dueño, don Esteban, un anciano sabio que contaba historias de los tiempos de otra de las tantas guerras que ha vivido este país, cambió las historias por la acción cuando la revuelta social estalló en Pasto. Durante las marchas, era común ver a Luna al frente; al ritmo de sus pasos firmes, los manifestantes avanzaban con confianza, sabiendo que donde ella iba, la esperanza también marchaba. Por eso se los veía juntos a don Esteban y a Luna, encabezando las marchas, rodeados de jóvenes y jovencitas que los asumieron como parte de la lucha.

 

Al principio, Luna solo acompañaba a don Esteban a las asambleas en el parque de Rumi Pamba. Pero pronto, su presencia se hizo imprescindible en las revueltas. Le colocaron un pañuelo rojo alrededor del cuello, símbolo de la resistencia, y los jóvenes sentían que su valentía aumentaba cuando Luna estaba cerca.

 

Una noche, cuando los enfrentamientos con la policía se intensificaron, los manifestantes se refugiaron en una vieja iglesia en el centro de Pasto. La situación era tensa, y los líderes necesitaban coordinarse para planear el siguiente movimiento. Don Esteban, con Luna a su lado, sugirió que utilizaran a la husky para llevar mensajes entre los diferentes grupos, evitando así la interceptación de la policía. Luna, con su agudo sentido de orientación y su velocidad, se convirtió en la mensajera de la resistencia. Le colocaron pequeñas notas en su collar, y ella corría de un punto a otro, con su pelaje brillante desafiando la oscuridad de la noche. Los mensajes de esperanza y estrategia que Luna llevaba ayudaron a los manifestantes a reorganizarse y continuar la lucha.

 

Al día siguiente, la historia de Luna, la husky revolucionaria, se regó por todos lados. Entonces sucedió algo más impresionante: cuando la policía decidió lanzar un ataque sorpresa, Luna estaba en el parque de Santiago y los muchachos se reunían en San Felipe. Sin que nadie le diera orden alguna, corrió como el viento. Los manifestantes, alertados por Luna, lograron escapar y reorganizarse, pero la policía ya había alcanzado la retaguardia del grupo y, sin piedad, arremetió contra ellos. En el caos del enfrentamiento, Luna fue herida. Don Esteban, con lágrimas en los ojos, la cargó y la llevó a su casa, donde casi de inmediato la primera línea llegó con ayuda. Sin embargo, una esquirla le vació el ojo izquierdo y otra le atravesó la pata delantera derecha.

La perra fue herida el mismo día que llenaron de jóvenes el coliseo del Barrio Obrero, como en los peores tiempos del golpe de Chile por el fascismo. Luna se recuperó, pero la cicatriz en su ojo y en su pata se convirtió en un recordatorio permanente del sacrificio y la valentía.

El impacto de Luna no solo se sintió entre los manifestantes, su historia se contaba con orgullo. Cada quien narraba la historia, aumentando algo en cada relato, ya que encontraban en ella un símbolo de la lucha por la libertad y la justicia.

 

El domingo 19 de junio de 2022, Luna acompañó a don Esteban a la urna en el colegio INEM. Después de votar caminaron a la plaza de Nariño y saltaron de alegría junto a los miles de hombres y mujeres que llenaron las calles de Pasto. La lucha no había sido en vano. Como dijo don Esteban: "No podíamos morirnos sin haber celebrado por fin un triunfo".

Jorge Narváez C.



FRONTERA

FRONTERA

Al caer la noche llegaron a la frontera, Beatriz se arregló en el espejo retrovisor, la cachucha de cuero, se delineó los ojos y repasó el rojo de sus labios con el labial que siempre cargaba en el bolsillo de la chaqueta. Se dio cuenta de que el anillo de bodas había dejado una señal muy clara en su dedo color canela y sonrió. El policía, envuelto en una ruana gruesa que lo cubría desde la gorra, soportaba la fuerte lluvia y la sensación de frío aumentaba al ver a ese oficial de raza negra, temblando aún protegido de esa manera. Examinó los documentos bajo la luz temblorosa de una linterna, luchando contra el agua que descendía por su cara. A pesar de que los documentos estaban en regla, levantó la linterna para asegurarse de que las fotos coincidían con las caras. Beatriz, con una paciencia aprendida a fuerza de lidiar con estos casos, sonrió de manera amable al guardia, intentando romper la barrera de formalidad que la lluvia y la noche habían erigido entre ellos.

Javier, que había dejado de conducir hace un par de horas, miró al policía y también le sonrió, se rascó la cabeza arremolinando el afro de costeño tropical y le hizo una venia casi militar mientras Beatriz recibía los documentos. Vestía una chaqueta de cuadros y una gorra deportiva y esa sonrisa que no se le borraba de la cara ni en los momentos más difíciles.  El guardia, con una mirada final, devolvió los documentos y murmuró algo inaudible bajo la lluvia. Beatriz entendió el gesto y, con un leve asentimiento, arrancó el automóvil.   

Llegaron al otro lado de la frontera, pero los guardias estaban sentados jugando parqués mientras tomaban bebidas calientes en una garita bien iluminada y con música a todo volumen. Nunca supieron si fue la lluvia, la cara de Beatriz o la divina providencia, pero ni siquiera se asomaron y dejaron que pasaran. Llegaron a Ipiales cerca de las 8 de la noche, el frío y la lluvia había dejado las calles vacías, se miraron y rieron, están pasando no solo las armas y el dinero, como en las películas del oeste, sino también sueños y promesas de lucha por la democracia plena.

- Si ves Beatriche, la pasión desencadena en la gente fuerzas escondidas, intuiciones certeras, poderes que se hallan agazapados, nada de lo que ha pasado estos días es fortuito, es la fuerza del amor, porque el amor es la certeza de la vida, mi mamá siempre me lo dice y yo creo en esa vaina. Algún día, en alguna parte nos vamos a reír a carcajadas porque toda esta vaina será posible con el amor y mamando gallo. Vamos a buscar algo de tomar bien caliente, no sé cómo sobreviven en este puto frio. 

Jorge Narvaez C.



METRALLO

METRALLO

El pensamiento lo llenó de una extraña mezcla de tristeza y esperanza. Tal vez, pensó, la guerra terminaría y las nuevas generaciones no tendrían que enfrentarse a los mismos demonios. Tal vez, solo tal vez, habría un futuro en el que las ventanas no estarían rotas, y la vida no sería una lucha constante entre la supervivencia y el olvido.

Pedro Pablo, PePa para los amigos, paisa de pura cepa, nacida como todos los paisas, “cerquita del parque de Berrio”, había crecido en Moravia y hace unos meses, por necesidad de la organización se había pasado a las montañas de Bello. En el corazón de Medellín en una casa enorme del barrio Laureles conoció a García, un estudiante de filosofía que había abandonado su casa y su carrera para organizar los combos de muchachos en las comunas. 

Una mosca zumbaba perezosa de un vidrio a otro y el sol atravesaba las ventanas llenando el cuarto de luz que chocaba en los 4 espejos y justo el de la pared azul reflejaba de tal manera que hería los ojos y acababa la paciencia. ¿Qué llegaría primero la muerte por la guerra o por las balas de alguna bandola que asecha en cualquier esquina de la ciudad? A García le tocó la segunda suerte, una banda lo bajó del autobús, literalmente. Subía del Parque Bolívar, un oasis en medio del caos, donde los árboles parecían susurrar historias de tiempos más tranquilos. Se montó en el colectivo en la avenida oriental y ya lo iban siguiendo, lo bajaron y ya le habían metido tres puñaladas, cuando le pegaron el tiro García ya estaba con hemorragia interna. Lástima, el pelao era muy piloso pero muy visajoso.  

PePa, observa la ciudad desde una ventana rota. Desde aquí Medellín se envuelve en un manto de luces parpadeantes, mientras la tarde se convierte en noche. Él veía el reflejo de su vida en ese marco con los vidrios rotos; incompleta, marcada por cicatrices profundas, pero aún entera de alguna manera. La mosca que seguía su curso interminable entre los vidrios y las paredes, le recordaba su propio vaivén entre la esperanza y la desesperación.

Ya la noche se hizo dueña de ese cielo, la lámpara del poste titila y resuena, se levantó de su asiento junto a la ventana y salió a la calle, decidido a enfrentar la vigilia de Medellín, con la esperanza de que el fin de la guerra llegaría antes que la muerte.

Jorge Narváez C.




PAL'MONTE

 PAL'MONTE

Eran las once de la noche, y allí, en ese viaje, se tejían las historias de los cinco hombres y dos mujeres, que íbamos en la buseta. Salimos de la fiesta de despedida del Liceo, que utilizamos como punto de encuentro, todos unidos por el hilo conductor de una decisión sin retorno. Nos íbamos “pal monte”, no teníamos otra opción. Algunos ya habíamos tenido alguna formación militar durante el proceso de lucha urbana, es más, uno de nosotros teníamos el curso de inteligencia en zona rural, pero ninguno había sido combatiente.

Carlos, sentado a mi lado, miraba por la ventana y tarareaba la canción que sonaba en la radio. Había sido el primero en convencernos de que no había vuelta atrás, de que la única forma de cambiar las cosas era tomar las armas. "La revolución no espera", decía con una convicción que a veces envidiaba. A mi alrededor, los rostros eran una mezcla de miedo y determinación, de juventud arrollada por el peso de una decisión más grande que nosotros.

La buseta se detuvo de repente, y todos nos sobresaltamos. A lo lejos, las luces de un retén brillaban como advertencias silenciosas. Carlos se levantó y nos hizo señas para que nos tranquilizáramos. "Aquí no hay nada, debemos pasar sin levantar sospechas, ninguno de nosotros está fichado y el carro está limpio". Nos calmamos aparentemente, pero sabíamos que, en cualquier momento, todo podría desmoronarse.

Respiré hondo y apreté el amuleto que llevaba en el bolsillo, un regalo de mi abuela. "Para que te proteja", me había dicho. En ese momento, más que nunca, necesitaba creer en algún tipo de protección. La puerta de la buseta se abrió y los soldados subieron, revisando cada rostro, cada rincón. Sentí que el corazón se me salía del pecho.

El soldado se detuvo frente a mí, sus ojos se clavaron en los míos. Un silencio eterno. "Documentos", pidió con voz firme. Saqué la identificación falsa que nos habían dado, tratando de no temblar. Él la examinó con detención, y el tiempo pareció congelarse. Finalmente, ascendió y pasó al siguiente.

Cuando la buseta arrancó de nuevo, el suspiro colectivo fue casi audible. Habíamos pasado, pero el camino aún era largo y culebrero. Eran las doce de la noche cuando llegamos a Santander de Quilichao. Comenzamos a bajar de la buseta y Carlos se saludó con un hombre bajo pero fornido, con el pelo rapado, que cualquiera hubiera pensado que era policía. Nos metimos en la casa y pasamos derecho al patio, donde había por lo menos unos 15 hombres y mujeres, todos urbanos, y dos mujeres indígenas que nos pidieron que nos sentáramos donde pudiéramos. "Ya viene el transporte por nosotros", nos dijeron. Todos nos mirábamos con cautela y nadie hablaba, a diferencia de las dos indígenas y el hombre que recibió a Carlos, que reían de manera estridente, aumentando el nerviosismo del grupo.

—Llegó la chiva —dijo una de las mujeres, y nos levantamos todos, formando de manera espontánea una fila. La noche era especialmente clara, una enorme luna llena iluminaba el camino. La chiva se detuvo a los 15 minutos. Pensé que se tenía que recoger más gente, delante había estacionado un camión de cerveza. Una casona tenía las puertas abiertas y entonces vi la guerrillerada, unos hombres bajaban canastos de cerveza y otros apilaban leña junto a una fogata en el patio, iluminada por la luna llena y el fuego.

Un hombre flaco, con una sonrisa de oreja a oreja, se acercó a nosotros diciéndonos:

—Bienvenidos compitas, al Batallón América del M-19. Soy Hipólito Blanco del Valle.

Jorge Narváez C. 



sábado, 29 de junio de 2024

ZAPATERO REMENDÓN

ZAPATERO REMENDÓN

Don Alfredo, el zapatero, vivía en un rincón de la ciudad cerca de la plaza de mercado, donde los ecos de las voces se mezclaban con los aromas de hierbas y frutas frescas. Los niños del barrio solían acercarse a su taller, no solo para reparar sus zapatos rotos, sino para escuchar sus historias. Además, había acumulado una gran colección de historietas que colgaban de un improvisado escaparate tras un biombo de tela floreada.

Cuando salía de la escuela, yo pasaba por donde Don Alfredo y, por un par de monedas que siempre guardaba del recreo, me sentaba en un banco bajo, el que usaba el solador, para leer las historias de El Santo "el enmascarado de plata", Blue Demon "el héroe de sangre azul", Roy Rogers y las que más me gustaban, Arandú "El Príncipe de la Selva", Kaliman "El Hombre increíble" y Starman "El Libertario".

Don Alfredo, con su paciencia infinita y sus manos hábiles, nunca dejaba de trabajar mientras yo leía. El sonido del martillo sobre la suela y el aroma a cuero recién trabajado se mezclaban con las voces de los héroes en mi mente. A veces, él se detenía un momento, se secaba las manos en el delantal y se acercaba a mi banco para preguntar:

—¿Y qué está haciendo Kaliman hoy, muchacho?

Yo, con los ojos brillando de emoción, le contaba las hazañas del héroe, las batallas épicas y los momentos de suspenso, incluso imitando las voces de las radionovelas que escuchaba en el viejo radio Philips del taller de mi abuelo. Don Alfredo asentía, sonreía y volvía a su labor, como si mis relatos le dieran una fuerza renovada para seguir remendando vidas a través de sus zapatos.

Una tarde, mientras leía una de las más emocionantes aventuras de Arandú, una tormenta estalló sobre la ciudad. Los truenos rugían y la lluvia golpeaba el techo de zinc del taller con una furia que casi asustaba. Los niños del barrio, que solían jugar en la calle, se refugiaron en el taller de don Alfredo. Él, con su habitual calma, los acogió y les ofreció lugar en los bancos bajos.

—Vamos a hacer una ronda de cuentos —dijo Don Alfredo, y todos se acercaron expectantes.

Yo, emocionado, empecé a leer en voz alta las aventuras de Kaliman "El Hombre Increíble". Los otros niños escuchaban embelesados, y a medida que avanzaba la historia, el ruido de la tormenta parecía desvanecerse. Don Alfredo, con su mirada serena, observaba la escena con una sonrisa que irradiaba calidez. Improvisamos un escenario y, en algunos tramos de la narración, Don Alfredo hacía ruidos divertidos. Las carcajadas retumbaban en el lugar y los niños pedían que continuáramos.

Cuando la tormenta cesó, el taller de Don Alfredo había quedado en silencio, pero no vacío. Los niños salieron lentamente, como despertando de un sueño compartido. Yo me quedé un momento más.


Don Alfredo me miró, y con una voz suave, me dijo:


—Hoy has hecho más que leer, muchacho. Has traído un poco de magia en medio de la tormenta.


Salí del taller con una sensación de orgullo y gratitud. Sabía que, en ese rincón de la ciudad, había encontrado no solo un refugio, sino un lugar donde los héroes de papel cobraban vida, y donde un zapatero con manos hábiles y corazón generoso sabía cómo transformar los días grises en días luminosos.

Veinte años después regresé al rincón donde estaba su taller. Ahora es una avenida; el mercado es moderno y muy aseado. La calle es tumultuosa y ruidosa con el tráfico. Ya no hay niños jugando en las calles, y mucho menos dejan dos monedas para encontrar la magia de las historietas. Sin embargo, el recuerdo sigue siendo el hogar para mis sueños, y el eco de las voces y el aroma a hierbas y frutas frescas se mezclan para llevarme al mundo del que salieron todas mis apuestas por un mundo mejor.

Jorge Narvaez C.



PALOMA

 PALOMA

Ya llevaba tres días en la casa de paredes de tapia pisada, una casa campesina tradicional que había sido conseguida para el trabajo. Conmigo éramos cuatro trabajando, nos turnábamos el escarbar y sacar en sacas la tierra.  Teníamos solo una semana para entregar la caleta.

Como a eso de las tres de la tarde llegó una mujer con una cantina de café y una niña. La niña miró al interior y preguntó que hacíamos en la casa de los abuelos. La mamá la sacudió del brazo y nos miró preguntando si íbamos a tomar el café con pan de sal o con pan de dulce. Yo tenía un cuaderno de esos El Cid, que me acompañaba para escribir poemas o cartas o notas sobre lo que se me ocurría y como el cuarto estaba oscuro y casi sin ventanas, como son las construcciones de clima frio; solo tomé una hoja y la convertí en una paloma de origami. La niña me miró, aprobó con la cabeza sonriendo y extendió su mano detrás de las piernas de su mamá, que me miraba con prevención.

Como treinta y seis años después un ex compa se había lanzado como candidato en unas contiendas regionales y por esas casualidades de la vida yo estaba haciendo un proceso de planeación para una entidad internacional. Me fui a visitarlo y ofrecer mi ayuda para lo que pudiera necesitar en la campaña. Una hermosa mujer le llevaba todo lo correspondiente a la agenda y participaba de la administración del proceso, se notaba a leguas que era de un temperamento recio que a pesar de su pequeña estatura era la que daba las órdenes en ese ejercito de colaboradores. Yo quedé cautivado desde la primera vez que la vi, pero la tarde en que entró a la sede de campaña tarareando una estrofa de una canción del dúo Guardabarranco, mi emoción fue tal que al escuchar en su voz la frase “Si añorabas/ un corazón de refugio/ donde huir de tanta gente”, yo de inmediato respondí “que te hería y te quería/para ser feliz un día”. Fue una mezcla hermosa de recuerdos y de realidad, mi paso por la Nicaragua sandinista, mi lucha, mi exilio, mi regreso al País y esos hermosos ojos cafés que me miraron fijamente.

- Caramba compañero, le gusta la buena música. 

- Y el buen café. Le respondí sonriendo.

La noche en que entramos a su cuarto impregnado de un delicioso olor a flores, me condujo por unas escaleras de madera hasta el ático donde tenía dispuesto su dormitorio sobriamente adornado por un par de afiches de un concierto de Pink Floyd y un estampado en screen del Che Guevara; hicimos el amor como hacia muchísimo tiempo no lo había hecho, con el cuerpo y con el alma. La mañana siguiente tomando café recién colado, saco del escritorio una paloma de origami y yo la miré a los ojos casi al borde de las lágrimas, cuando me dijo: “Te esperé con todos mis sentidos, hasta con el sentido del humor”. Abrió la paloma despacito y me mostró lo que había escrito en la hoja hace tantos años.  “Antes era indeciso, ahora no sé”.  

- ¿Entonces qué, nos decidimos?

- Con usted a lo que sea y donde sea 

Esta semana cumplimos 12 años y dos hijos.




DÍA ELECTORAL

 DÍA ELECTORAL

Lo arrojaron al botadero dándolo por muerto. Apretando los párpados, permaneció inmóvil, ni siquiera respiró, no se quejó de ninguno de sus dolores. Solo dejó que se fueran, con los últimos insultos y ese olor a cigarrillo piel roja más fuerte que el mismo olor de la basura.

Pudo reconocerla, la nombró en voz alta en medio del salón y salieron juntos de la cafetería de la universidad. Bajaron juntos las gradas hasta la entrada de la facultad y juntos cruzaron la calle. Un hombre se acercó directamente a él y otro, que salía de un carro Renault 9 azul, jaló con fuerza el brazo de ella. Mientras lo tomaron de la cabeza y lo golpearon de manera contundente contra el techo del carro, lo metieron de un solo empujón al asiento de atrás, donde ya la habían metido a ella.

Decide levantarse. La sensación del suelo frío bajo sus pies le devuelve al presente con una claridad casi dolorosa. El cielo está teñido de tonos rosados y anaranjados. Los chulos ya escarban entre la basura y un par de ancianos calientan café en una hornilla improvisada.

Avanza con cautela, cada paso es una prueba de su propia resistencia. Los recuerdos de la tortura se mezclan con la realidad inmediata, creando un torbellino de imágenes y sensaciones que apenas puede controlar. La visión de los ancianos le brinda una momentánea sensación de normalidad. Se acerca, sintiendo una mezcla de desesperación y esperanza.

¿Qué pasó con ella? No pudo verla desde el mismo momento en que los encapucharon y dejó de sentirla al mismísimo momento en que los bajaron del carro en esas caballerizas. Ese olor a mierda de caballo era penetrante. Los recuerdos son fragmentos dispersos, pero la imagen de ella en la cafetería de la universidad permanece nítida.

El camino hacia la ciudad es largo. Abajo, la ciudad empieza a ser iluminada por los rayos del sol de la mañana. Todo su cuerpo comenzó a dolerle y se arrimó a un muro de tierra apisonada a llorar, a llorar todo lo que nunca hizo mientras los torturadores se turnaban la picana, el submarino y la colgada.

Años después, sentado en un café de Buenos Aires, recordaría esos tiempos oscuros con una mezcla de dolor y orgullo. Las cicatrices de la resistencia aún marcaban su piel, pero su espíritu estaba intacto. Le pregunté por ella, me miró a los ojos y volvió a llorar. "Ella", dijo con voz entrecortada, "guardaba la certeza de que la lucha por la libertad nunca termina, pero también la convicción de que, mientras haya personas dispuestas a alzar su voz y desafiar la opresión, la esperanza siempre encontrará un camino para florecer."

Escuchamos en el celular la transmisión desde Colombia de los resultados de las elecciones. Vimos con lágrimas en los ojos cómo los periodistas del régimen casi no podían decir que ganamos. La libertad, esa libertad tan anhelada, ahora era una realidad posible y por primera vez sentimos que todos los sacrificios habían valido la pena




LA ALEGRÍA DE LEER

 La Alegría de Leer

Hijo de un sastre y una lavandera, Mario era un muchacho delgado, de estatura media, con ojos oscuros y manos suaves. Podría haber pasado desapercibido entre los habitantes de San Juan, un pueblo tranquilo donde la rutina se mezclaba con la monotonía de los días. Sin embargo, Mario había escogido un pasatiempo que, con el tiempo, descubriría que era peligroso: todas las tardes, salía del colegio derecho a la biblioteca pública, donde se mantenía rodeado de libros y silencio, dos de sus mayores pasiones.

La vida en San Juan transcurría sin mayores sobresaltos, aunque últimamente se hablaba mucho de las reuniones en los barrios de San Juan, de los muchachos de la Universidad, dirigidas por un estudiante de Derecho recién llegado del sur, llamado Heraldo.

Mario tenía una rutina bien establecida. Salía del colegio de los curas de San Felipe y tomaba la carrera 26 hasta la biblioteca pública. El trayecto no era muy corto, pero lo disfrutaba; pasar por la tienda de las guaicosas, comprar un tomate de árbol y una melcocha, saludar al zapatero Miguel, quien le alquilaba revistas de historietas, o mirar a las carmelitas salir del colegio. A veces, incluso se encontraba con su prima, la observaba en silencio mientras se dirigía a casa y desaparecía en el restaurante. Los jueves y sábados entrenaba baloncesto, quizá lo único diferente que hacía en lugar de sumergirse en la lectura y en la búsqueda de nuevos libros para sus próximas visitas.


Un día, llegó a la biblioteca más tarde de lo habitual y encontró su lugar ocupado por un grupo de jóvenes algo mayores que él. Se sentó frente a ellos, pidió los libros que tenía recomendados, pero no leyó una sola hoja. Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, recordó las palabras del líder del grupo de la biblioteca: “Mañana hay que tomarse las calles de los barrios surorientales”. Pensó en los libros, en las historias que contenían, y en cómo podían inspirar a la gente. Los libros eran poderosos porque ofrecían esperanza, ideas y sueños.


Cuando se graduó del colegio, ya había sido militante de algunas organizaciones de izquierda en San Juan. Sin embargo, al ingresar a la universidad, todo cambió. Sintió que su militancia teórica y académica no era suficiente y, aunque el camino era largo y peligroso, Mario sabía que valía la pena luchar por un futuro donde la gente pudiera vivir sin miedo.


El día que Mario fue detenido por miembros del Ejército en la ciudad de Cali, alcanzó a gritar su nombre mientras era subido a culatazos al camión. Su cuerpo apareció al día siguiente en las afueras de la ciudad, brutalmente torturado. Y aunque el capitán Morales seguía patrullando las calles, buscando a los otros muchachos que estuvieron repartiendo leche en Siloé, no los encontró y ya no podía apagar la llama que Mario y sus compañeros habían encendido en el pueblo.


Pasatiempo peligroso ese de leer, porque, al final, el verdadero poder está en la gente y en sus historias, esas que Mario había construido con tanto amor y valentía, historias que se leen a diario en las esquinas, que se cuentan de boca en boca y que se cantan en los barrios para nunca jamás desaparecer.


Jorge Narváez C.



YARUMALES

 YARUMALES

Fue la noche más oscura de cuantas se recuerdan en Corinto. Comenzó con el estruendo de explosiones en la montaña el 20 de diciembre y duró hasta el amanecer del 17 de enero. Los militares decían que esa región era impenetrable. Cien veces habían intentado desalojar a los guerrilleros del M-19, comandados por Carlos Pizarro, y cien veces habían sido repelidos.

El 17 de enero, cuando la bandera azul, blanca y roja seguía ondeando en la cima de la colina, los militares dispararon al aire, pero no encontraron a nadie.

Vicente, que peleó en Yarumales y me narraba los sucesos de la guerra, recorría las calles de Santo Domingo. Llevaba un cuaderno en la mano y su fusil colgaba del hombro. También llevaba una cámara Zenit 11, que había traído de una visita a Moscú, preparada para capturar la historia. Caminaba por las calles polvorientas, buscando a los hermanos Taquinás. Esos hermanos eran los únicos sobrevivientes de una masacre en Jambaló. Tenían quince y diecisiete años. A ellos les gustaba luchar junto a Vicente y, en los momentos de paz, él les enseñaba a escribir y a contar historias.

En el caos de la batalla de Yarumales, me contó Vicente, había conocido a los hermanos. Eran las escoltas de Pizarro, me decía mientras tomaba un café oscuro y humeante, y ahora no se separaban del comanche. Ciento setenta combatientes en Yarumales resistieron durante veintisiete días y veintisiete noches. "La guerra ya no es el camino", me confesó Vicente. "Por eso espero que se firmen los acuerdos que no nos dejaron firmar en el 84, porque si salimos vamos a poner a Carlos de presidente y cambiaremos la historia". 

El 26 de abril de 1990, en un avión en pleno vuelo, la oligarquía colombiana y la cúpula militar mataron al comandante de Yarumales, a quien ni con cinco mil hombres y todo el poder militar pudieron vencer durante un mes de combates.         

 Jorge Alberto Narváez Ceballos



TAYKA MAMA

 TAYKA MAMA

Antes de que la luna arrullara las noches y las estrellas pintaran el cielo, el amor no tenía morada. La diosa de la vida, paciente tejedora, decidió darle un hogar.

El primer día, desprendió al amor de la niebla y este flotó libremente en la nada.

El segundo día, lo posó suavemente sobre las hojas de los árboles, jugueteando con la brisa.

El tercer día, lo deslizó por el río, lavando sus penas y secándolo en los reflejos de plata.

El cuarto día, le enseñó a jugar. Lo llevó dentro de una caracola y, con el murmullo de las olas, allí donde la tierra besa al mar, se quedó dormido.

El quinto día, se puso a cantarle con el susurro del viento y cantaron y danzaron juntos con las sombras de la tarde.

El sexto día, voló entre las nubes y lo dejó precipitarse en la tierra como lluvia para sustentar la vida.

El séptimo día, le mostró lo hermoso y lo divino y le enseñó a regresar a la vida a quienes mueren de tristeza.

El octavo día, descendió a los abismos más profundos y le mostró a aquellos que yacen allí por odio o por envidia. Le dio el poder de alivianar las cargas, aliviar el dolor del alma y conoció la sonrisa.

El noveno día, lo fundió con el fuego y lo hizo renacer en los sueños más sublimes, en la música y en las palabras hermosas.

El décimo día, le encontró su hogar en la lluvia, el viento, el sol, la ternura, la nostalgia de unos ojos, en las noches de pasión desenfrenada, en las manos que acarician, en la risa música, en las palabras de aliento y en los recuerdos recordables.

Jorge Narváez C.