El calor le chupaba la piel, le
abría grietas en los labios y le llenaba los pies de polvo. Era un paseo
familiar, de esos en los que los tíos beben, las mamás cuchichean y los primos
más grandes se creen dueños del río. Pero a él lo único que le importaba era el
agua, y esa sensación en el estómago cuando los pies tocaban el fondo
resbaloso.
Entonces la vio.
Tenía marrón la piel de la cara,
del cuello, del pecho, tal vez porque andaba siempre así, medio desnuda. Se
metía al río con la facilidad de quien pertenece a él, con las rodillas llenas
de raspones y el cabello mojado pegado a la espalda. Ella nunca había visto a
un chico con el pelo tan largo. Pero no importaba. Se llamaba Ángela y se reía
como si el agua la hiciera cosquillas por dentro.
Lo miró y le dijo:
- ¿No te da miedo?
No le dio tiempo de responder. Lo
agarró de la muñeca y tiró de él hacia la parte más honda. Él sintió el agua
tragárselo, sintió el frío cortándole los muslos, sintió el pulso de su corazón
en los oídos. Con la nariz a ras de agua, vio sus piernas moverse con la
seguridad de un pez, vio sus manos abrirse y las mariposas sueltas en el aire
desplegaron las alas y los hermosos colores.
Después caminaron por la orilla.
Ella sacó lombrices largas y blandas de la tierra húmeda y se las mostró sin
asco. Él no quiso tocar.
-Eres un miedoso -dijo ella.
Entonces él, con el pecho
latiéndole como un tambor, la besó. No supo si la besó o si la boca de ella fue
la que se le vino encima como una tormenta. Pero ahí estaban, temblorosos, con
los labios apretados y los dedos llenos de barro.
Esa noche, antes de dormir en la
hamaca, la vio otra vez, descalza, con las piernas estiradas sobre la arena.
Parecía una estatua olvidada en medio de la noche caliente.
- ¿Te vas mañana? -preguntó ella,
sin mirarlo.
Él asintió.
Era un rincón sombreado, con
hojas húmedas y el eco de las ranas en la espesura. Pensó en las macetas de
dalias de su casa, en la ciudad donde el calor no era real, en la sensación del
agua envolviendo su cuerpo.
Ella se levantó y le puso algo en
la mano.
-Para que no me olvides -dijo.
Era una lombriz.
Él la apretó en el puño y sintió
su cuerpo blando revolverse entre sus dedos. No le dio miedo.
Era verano, era vértigo, era la
primera vez que el amor tenía la textura de la tierra mojada.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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