Tenías 16 años y en tus ojos
cabía todo. Llevabas el mundo sin pedir permiso, con la certeza de quien sabe
que el miedo no corre tan rápido como tus pasos. Tus manos, pequeñas, eran
pájaros que nunca aprendieron a quedarse quietos. Y tu cabello, rebelde como
tú, danzaba con el viento, desordenándose para desafiar el orden del día.
Yo, con 17, apenas entendía el
arte de caminar sin tropezar con mis propias dudas. Pero allí estabas tú,
esperándome en la esquina de la vida, como quien sabe que el destino es un
contrato sin letra pequeña.
Ese día empezó como empiezan los
días en Pasto: con un frío que se cuela hasta en los huesos y un aire firme que
acaricia más que cualquier mano. Subimos al bus sin destino, porque el mapa no
importaba. Lo único que queríamos era el viaje.
Te sentaste junto a la ventana, y
yo, con la torpeza de los que se enamoran, fingí que no te miraba. Pero te vi:
tus ojos buscaban historias en las montañas, tu boca, cerrada, guardaba una
revolución que solo tú entendías. El viento entraba por la ventana,
despeinándote con descaro, y pensé que el caos nunca había encontrado mejor
lugar para posarse.
Cuando llegamos, el paisaje nos
recibió con su humildad: un río delgado que parecía agotado, piedras viejas que
guardaban secretos de mil tormentas, una cascada que murmuraba en lugar de
gritar, el paisaje contrastaba con la opulencia del agua en mi última visita.
Pero tú, con tu risa, transformabas todo. Corrimos hacia el agua como si el
tiempo nos persiguiera, y en cada paso entendí que el amor no es una promesa ni
un juramento. Es un instante, un vértigo, una verdad que no necesita
testigos.
Nos tumbamos en la hierba húmeda,
tan cerca que podía sentir el ritmo tranquilo de tu respiración. Tus manos,
esas que nunca se detenían, dibujaban en el aire formas que solo tú podías ver.
Yo miraba tus dedos, queriendo ser el papel donde dejaras tus trazos. Y
mientras el mundo seguía girando, tú y yo éramos el centro de un universo que
respiraba lento, como si supiera que no debía apresurarnos.
El sol comenzó a caer, bañando
todo de un dorado que parecía inventado para ti. Me miraste, y en tus ojos
encontré un "para siempre" que no necesitaba palabras. Supe entonces
que ese día no terminaría nunca, porque lo que tú tocabas, lo que tú mirabas,
se quedaba para siempre.
Volvimos en el bus, y la ciudad
nos recibió con sus luces y su ruido, pero algo había cambiado. Entre las
calles, las promesas no dichas y el eco de las campanas, tú y yo éramos un
secreto susurrado por el viento.
Ese amor no era perfecto. No era
fácil. Pero era nuestro, eterno como las noches frías de julio en Pasto, real
como el viento que aún canta por nosotros. Nunca hablamos de aquel día como si
fuera especial, pero yo sé que ambos lo recordamos. Porque algunos momentos no
necesitan palabras. Porque el viento sigue cantando por nosotros, incluso
cuando estamos lejos, incluso cuando ya no somos los mismos.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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