Las botas golpeaban el pavimento como si no fueran suyas. El cuerpo, huesudo y deshilachado, avanzaba sin prisa, con la parsimonia de quien ha olvidado que existe un destino. La guerra se le había pegado a la piel, pero más aún al pensamiento, y ahora no podía evitar imaginarse en trincheras cada vez que oía el eco de sus propios pasos.
Era el hambre lo que le sugería esos pensamientos: él lo sabía, conocía el hambre, los juegos de la fantasía de los días de hambre. Y ahora, entre la niebla del regreso, el hambre jugaba con él.
La calle se estiraba como un túnel sin final. A la izquierda, la panadería de don Efraín. Cerrada. A la derecha, la tienda donde antes fiaban el arroz y la sal. Desierta. La ciudad era un cascarón vacío, un recuerdo de lo que había sido cuando él partió con un fusil al hombro y la certeza de que el destino se podía torcer a punta de voluntad. Qué ingenuo.
Pensó en su esposa. En la última vez que la vio. ¿Cuánto hacía? ¿Tres años? ¿Cuatro? La imaginó como en la foto que llevaba en el bolsillo del abrigo: los ojos negros como dos pozos, el pelo enredado en la brisa, los labios entreabiertos como si fuera a decirle algo importante y se hubiera arrepentido en el último segundo. Apretó los dedos en torno al papel ajado.
Faltaban pocas cuadras. El estómago rugió. Cerró los ojos un instante, lo suficiente para que el recuerdo lo envolviera: la cocina pequeña, el olor a café, el ruido de los platos al ser acomodados en la mesa. “Hoy haremos arroz con huevo”, decía ella, como si fuera una gran fiesta. Y él reía porque era su voz lo que lo alimentaba, no el arroz, no el huevo, sino ella.
Tragó saliva y apuró el paso.
Ahí estaba la casa. La misma puerta azul con la pintura descascarada, el mismo umbral donde alguna vez se sentó a esperar el futuro.
Respiró hondo. Tocó.
Adentro, se oyó el arrastre de unos pies descalzos.
Esperó.
La puerta se abrió… Pero no lo vieron.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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