Tu ausencia me duele como un
tambor roto que resuena en el pecho, pesado y eterno. La noche, insomne, me
habita como un huésped que no se va, mientras un eco torpe intenta pronunciar
tu nombre y se quiebra antes de llegar a mis labios. Mis manos, obstinadas, te
buscan en el aire, como si al acariciar el vacío pudieran trazar de nuevo el
mapa de tu cuerpo. Pero no estás. Sos la sombra que huye y el abrazo de un
fantasma que sólo sabe apretar con ausencias.
Eres el abismo de mi divina
comedia: un infierno que sonríe, un paraíso que se desvanece. Mi purgatorio es
tu espacio vacío, las sábanas que todavía susurran tu olor, el reloj que gotea
segundos como una tortura lenta. El hastío llega puntual, siempre puntual, como
un huésped sin rostro que toma café en mi mesa y deja el plato sucio en mi
alma.
Mis días sin ti tienen la
lentitud de las hojas que caen de un árbol muerto. La soledad es un animal
herido que se acurruca en mi cama, y el silencio es su gruñido, interminable y
cruel. Todo, todo me grita tu nombre: las calles, los espejos, los sueños
rotos. Pero no estás. Sos todo y sos nada, la promesa de un borde que nunca
termina y el abismo que me llama con su voz dulce y fatal.
Si en algún rincón de este
universo aún respiras, vení. Porque el infinito es un desierto inmenso, y mis
manos están cansadas de buscar oasis que no existen.
Jorge Alberto Narváez Ceballos
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